Habiendo pasado parte de su infancia entre montañas y espacios abiertos, tener que regresar a la ciudad donde había nacido, luego que parte de la manada fuera diezmada por el infortunio, esa era la reseña. Así, con la cría a cuestas, se vino.
En vano trató de "aclimatarse", de "adaptarse" a la ciudad, en un intento desesperado de brindarle seguridad a los cachorros. Trató de no pensar mucho en lo que había dejado atrás: en los inviernos donde se tenía a las cumbres nevadas a simple vista,en las chimeneas encendidas, el olor al humo, la voz del viento que como un canto, había arrullado el sueño del lobo y los pequeños.
Trató de no recordar los tórridos veranos y la compañía, delicada y respetuosa, de algún lobo de otra jauría. Lobos, que habían ayudado a superar el desastre de la pérdida. Pero había que seguir adelante, sin guarida ya donde cobijarse, sin sustento, no quedaba otra que emigrar (otra vez) para la gran ciudad.
Allí, la compañía de otros lobos, era más por interés o estricta necesidad que por elección de piel, de olor, de afinidad como allá, entre los cerros.
En la ciudad, los cachorros se desarrollaron, aprendieron destrezas de supervivencia, diferentes a lo que habría sido su existencia en medio de la naturaleza. Aprendieron a desconfiar temprano, a no guiarse de las apariencias, hasta de él desconfiaban, o eso le parecía, cuando volvían después de haber estado jugando y aprendiendo con otros cachorros de jaurías vecinas.
Pasaron los años, al lobo del conurbano le empezó a grisear el pelo. La cría ya para entonces, le necesitaba cada vez menos.
Poco tiempo más, y cada uno rumbeó para conformar su propia manada.
Tuvo entonces tiempo para volver a visitar el terruño, al que sentía su terruño. Sin nombre, sólo el marco natural de las montañas y las soledades del atardecer, con la voz del viento siempre soplando.
Sabía, en el fondo y sin saberlo al mismo tiempo, que era como una enfermedad, como la exposición a un veneno. Un segundo contacto, por breve que fuera, era más que suficiente para regresar irremediablemente sentenciado a morir de nostalgia.
Ya de regreso en la ciudad, fue como alguien que deja la cabeza, el corazón, el alma, o lo que sea entre los cerros y el cuerpo, si, a ese si, lo había transportado hasta aquí.
La mordedura mortal de la serpiente de la nostalgia, se manifestaba de muchas y variadas formas: simple añoranza, imágenes, sonidos, colores, aullidos de lobos similares a los escuchados entre las montañas, deseo ferviente de estar allí, todo completo, con su cuerpo y lo que fuera que allí había dejado.
Ultimamente, había pretendido simular. Aparentar estar allí, todo junto, sin fragmentos, sin divisiones. Total, el aire que entraba por las fosas nasales, era aire, la comida era comida allá y aquí, la oscuridad cuando cerraba los ojos era idéntica en cualquier lado.
Los peores momentos surgían cuando salía en búsqueda de alimento o agua. Solo charcos oportunistas. Las bocinas o el sonido de las pisadas sobre el asfalto con nada podían ser silenciadas o, disfrazadas de otros ruidos similares. Ni el agua de los arroyos de deshielo, ni las piedras "crujiendo" y resbalando al correr sobre ellas, podían contribuir a mantener su espejismo privado.
Las rejas invisibles de la ciudad opresora, de los espacios cerrados, acotados, estaban surtiendo efecto en su ánimo.
Poca esperanza de otra oportunidad. Ni siquiera el refugio de algún sueño que compensara la gran pérdida del paisaje, del escenario donde un día, había decidido inscribir su existencia de lobo forastero.
El costillar de su cuerpo se expandía con los suspiros. La dentellada de los recuerdos ya no iba a cicatrizar...