sábado, 30 de enero de 2021

CRÓNICAS DE PEGASSO

 


Delfina Lestard y Ludovico Carbonell, se habían conocido por casualidad, o no tanto.

—Bueno, esa es mi propuesta y mi pedido, Ludovico.

Ambrosio Lestard, padre de la chica y jefe del susodicho Carbonell, fue el que manipuló los hilos tan admirablemente, que casi una década después, ellos siguieron teniendo contacto en sus roles de <<protector>> y, <<protegida>>, con los matices, que la vida fue teniendo, así como sus misteriosos rumbos y designios.

Ambrosio Lestard se reclinó hacia atrás en el sofá y bebió del vaso de bourbon, aguardando.

—Me está tentando, a decir verdad. El joven estaba sopesando los pros y los contras, de transformarse en el <<infiltrado de oro>> detrás de las líneas enemigas, un agente de elite, sin hacer escalas previas por ningún escritorio que le viera languidecer un día sí y otro también, hasta estar, tan oxidado que el retiro fuera el paso natural hacia el olvido.

Pero, el precio para obtener esa recompensa, no era poco. Un precio que se estiraría por décadas, se temía, porque, a la vez, transformarse en el custodio a distancia de la única hija de Ambrosio, era una tarea titánica, sobre todo, si se tenía en cuenta, que su padre, no había podido con ella en sus diez y seis años, y ahora, sus días, estaban contados.

—Delfina irá a vivir con una hermana de la madre —le aseguró Ambrosio. No quiere ni oír hablar de ello, pero, no hay más familiares que puedan encargarse. Lo único que tendrás que hacer es, asegurarte que no ande en malas compañías, que estudie, que no se meta con la gente equivocada, en fin, como si de un padre se tratase.

—Por lo que tengo entendido, Ambrosio, a tu hija acaban de expulsarla de la escuela, por tener sexo en los baños con el <<chico malo del colegio>>. Los adolescentes, pueden ser casi tan peligrosos como un terrorista. Con éstos, no tengo dudas cómo actuar y normalmente es mi trabajo, en cambio con una niñita rebelde… de boca tan floja y sucia y, no te ofendas, pero sus mismas compañeras le rehúyen, no tengo idea de cómo disuadirla.

—Lo sé todo. Pero, mientras tú estés de viaje, Evelyn, su tía, se hará cargo, pero ya no es tan joven como para quedarse hasta las tantas despierta esperando que llegue en una pieza, así sea en el asiento de un patrullero. Suspiró. No la culpo, ella se quedó huérfana a los cinco años y yo no he estado presente en su vida como ella me necesitaba y me refugié en mi trabajo, eso te lo he dicho y lo he hablado con ella, pero ahora, las lamentaciones no tienen sentido. A cambio, serás <<el hombre>> del otro lado y tendrás prioridad en todo lo que requieras. Los jefes están decididos a achicar la brecha entre los carteles, las mafias y la ley. Jamás van a desaparecer, pero restaurar el equilibrio, dependerá de ti y el equipo humano que requieras, así como el soporte tecnológico que pidas, sin límite. Me aseguré de tener este compromiso debidamente guardado y registrado, para que, cuando yo desaparezca, (hizo un gesto de dolor), el acuerdo siga en pie y <<Pegasso>> continúe operativo.

— ¿Pegasso?

—El caballo que fue quien llegó primero a los dioses, así, serás nuestro primer envío para que permanezcas entre ellos, nuestros enemigos. Un nuevo planteo para un infiltrado. Por años, si fuera necesario.

—Deme dos días para meditarlo.

—No mucho más, hijo. Esto se está poniendo difícil, se señaló el cuerpo magro, emaciado, con un gesto vago. Y quiero hacerlo a mi modo.

Durante esa próxima semana, sería hospitalizado, aunque eso, suponía un desarreglo en sus planes, Ambrosio, desde su cama de hospital, siguió urdiendo sus planes.

Su celular sonó. Era Ambrosio.

—Necesito que traigas de mi casa los archivos que hay que terminar de <<pulir>>. Si vienes a verme, te daré las llaves de mi casa y la combinación de la alarma para que no tengas contratiempos. Estoy solo y los archivos están sobre mi escritorio.

<<Pulir>>, en la jerga, se denominaba al ligero retoque que ciertos acontecimientos sufrirían, para no salirse del ordenado contexto en que Ambrosio y Ludovico los habían tratado de embutir, después de horas de cuidadoso planeamiento por ambas partes. Sin dudar, extrañaría a su jefe.

 Más viejo que el sistema solar, no hay dos impresiones idénticas del mismo hecho y es por eso, que, en otras circunstancias y siendo una persona, más sensible, Carbonell, se hubiera sentido abatido cuando sucediera. No quería confesárselo, pero, Delfina Lestard, le intimidaba. Ella y todos los adolescentes en general.

La chica, había llevado a la máxima confusión posible a Ludovico Carbonell, tan seguro, de pésimo carácter, y cero paciencia, dejándole reducido a ser un hombre desesperado, confuso e inseguro, hasta perderle, obviamente. Había temas más privados, que hacían de Delfina Lestard una mujer algo diferente. Sencillamente, no quería ser una muesca más en el poste de la cama de nadie. Una frase tan vulgar pero que se había convertido en su slogan. Y eso incluía la cama de él, por supuesto.

Por ese entonces, él tenía veintitrés años y trabajaba en el servicio especial de seguridad. Todavía estaba en la Academia militar. Tenía por jefe inmediato, al padre de Delfina, el agente Ambrosio Lestard, una leyenda viviente en el servicio especial, quien, una o dos veces por semana, se llevaba a su casa, los informes de la semana, porque era allí, donde el hombre, obtenía todo el silencio que necesitaba para fabricar sus planes y acomodar lo sucedido con la realidad. Era el único lugar donde podía concentrarse, decía. Había enviudado hacía unos años y sus noches, debían ser largas.

 A regañadientes, Carbonell, salió de la oficina para ir hasta los suburbios. La casa estaba completamente a oscuras y en silencio. Cuando entró, fue derecho hacia su despacho y un ruido brusco le sobresaltó. Sacó su arma, y se mantuvo quieto un rato hasta estar seguro que solo había sido algún crujido de mueble. Pero, en la casa, había alguien. Sabía que no debería haber nadie, y no tenía perro, por eso, dio por seguro que habían violentado alguna entrada o, conocerían la combinación de la alarma. La luz del despacho se apagó de golpe y se tiró al piso, justo cuando sonaron un par de detonaciones. Se arrinconó esperando escuchar algún sonido que le alertara acerca de la ubicación de su atacante, pero no había ninguno. Otro disparo más y se orientó hacia el sitio. Arrastrándose, se dirigió hacia el lugar. Borrosa, una silueta empuñaba un arma y se arrojó a sus pies derribándola.

Hubo un grito de mujer y un forcejeo, y no le costó nada reducirla, arrastrándola, se incorporó hasta la llave de la luz y era una jovencita en pijama.

 ¿Quién carajos eres? Le gritó, enfurecida y retorciéndose.

Soy Ludovico Carbonell, trabajo con Ambrosio Lestard, el dueño de esta casa ¿Y tú?

Soy Delfina, su hija, imbécil —le apostrofó.

 ¡Hey! No seas tan maleducada que tu padre me envió a buscar unas carpetas de su despacho. Sacó el celular, lo llamó y los puso al habla.

Ella se fue al pasillo y susurró algo que no pude escuchar, le devolvió el aparato y le dijo: mi padre quiere hablar contigo.

Tomó el aparato, estaba empezando a cabrearse.

—Podría avisarme que su hija estaría en su casa, la habría matado o resultar muerto, ella me disparó tres veces —ladró.

—Te pido disculpas —le dijo apenado. Mi hija no vive conmigo, ya lo sabes, debe haber ido a buscar algo.

Le interesaba una mierda su situación familiar. Había estado a punto de ser abatido por una mocosa malcriada, y la adrenalina todavía seguía circulando por su torrente sanguíneo.

—Debe haber discutido con su tía, y se ha instalado en casa.

Parecía no haberse dado cuenta de la situación, y que su hija podría haber salido herida o algo peor. Seguro que era la medicación que estaba recibiendo.

 —Lo siento, de verdad. Tómate un whisky y tráeme esas carpetas. Te doy una hora.

Un cuarto de hora después, estaban instalados en el salón bebiendo el whisky que su jefe escondía para ocasiones especiales; de no ser por Delfina, se habría tomado el <<asqueroso whisky para visitantes>>, según sus palabras.

La chica se apoderó de la botella y sirvió un par de tragos y repitió el suyo, ya que el primero se lo zampó de una sentada. Vaya marinero, se dijo.

 ¿Así que haces de lacayo de mi papá? Le retó a duelo, enarcando una ceja.

Ni siquiera se había molestado en ponerse algo encima y permaneció con un pijama corto que apenas tapaba algo, y parecía tenerle sin cuidado. Disfrutaba de la nerviosidad que se iba apoderando de él, así que, Carbonell, decidió marcharse lo antes posible.

—Tu padre, no parece sorprendido del recibimiento que me hiciste —observo, preocupado.

—Me enseñó a disparar a los siete años —le dijo, agitando el vaso al que ahora le había agregado unos cubos de hielo. No te acerté porque estaba oscuro, pero si hubiera sido de día… No concluyó la frase.

—Bueno, me marcho. Conecta la alarma enseguida—lo dijo con voz seca, sin darse vuelta.

Tal vez, sonaba demasiado protector, pero ya se había rehecho y sentía tener el control, nuevamente. Pero no tenía idea qué clase de infierno había franqueado.

Ella, se levantó y dejando el vaso sobre la encimera de la cocina, se le acercó y le dijo: Las carpetas…No las olvides. Se retiró meneando las caderas y él, no pudo seguir mirándola.

Fue hasta el despacho de Ambrosio y recogió lo que había olvidado completamente.

Sonó el timbre de la puerta. Por la ventana, se observaban los destellos rojos y azules de un coche patrulla.

Lo que faltaba —rezongó ella— la jodida policía. Ya iré yo.

Espera—le dijo—se sacó la americana para que se cubriera con ella, y se la tendió. Pero ella, se negó y riendo se acercó a la puerta y la abrió despacio.

Buenas noches, señorita. El oficial miraba por sobre su hombro. Hemos recibido un alerta de ruidos a disparos y queremos saber si todo está en orden. Los ojos del policía, también, la recorrieron de arriba abajo.

Carbonell, salió a atenderles y identificándose, comenzó a explicarles el malentendido, pero la maldita, le echó los brazos al cuello y se rió avergonzada.

—Lo sentimos, creímos que había entrado alguien. Estábamos mi novio y yo… Bueno, es obvio ¿No?

Le miraron como si fuera Jack el destripador. Podía ver lo que imaginaban, un adulto con una menor de edad, por más agente del gobierno. Una asquerosidad.

Luego de este incidente, Ludovico insistió en tener una reunión con padre e hija, antes que el agente muriera y aclarar ciertas cosas. Tuvo que esperar a que le dieran el alta.

De modo, que, se reunieron una noche, en la sala de su jefe, como prefería llamarle, a pesar de haber sido reemplazado por motivos de enfermedad.

Cuando Delfina Lestard entró, Ludovico, no pensó que conocería el infierno tan pronto. Escuchó, al ingresar ella, el rugido de un motor con escape libre y una acelerada de miedo. El imbécil, lo haría para impresionarla, pensó Ludovico.

Era una niña, embutida a la fuerza, por alguna causa desconocida, de origen genético, seguramente, en el cuerpo de una joven mujer. Se maldijo, interiormente y su decisión de aceptar, comenzó a enfriarse. Olfateó problemas, y el escritorio, al que estaría atado, hasta alcanzar una promoción, no le pareció un sitio tan siniestro.

Su aspecto de niña, vestida íntegramente de negro, la ropa, estratégicamente rasgada, como si saliera de las profundidades de un callejón de mala muerte, donde recién hubiera tenido sexo con una pandilla entera, le dejó helado. El maquillaje corrido, despeinada, los labios hinchados y con restos de labial, un hombro al aire, sin ropa interior, por lo que parecía y un cigarrillo en una mano de uñas pintadas de negro y anillos de plata, completaban el desalentador panorama de su tranquila vida de hombre soltero y libre. El piercing del ombligo, relampagueaba, como estarían haciéndolo sus neuronas, las encargadas de la excitación sexual, de poder verlas, en esos momentos. Sintió las axilas húmedas y la boca seca. Peor que el maldito escritorio.

—Delfina, hija, quiero presentarte a Ludovico Carbonell, es mi… era mi agente designado para entrenar. Le conozco hace dos años y merece mi confianza…Aunque sé que hace algunos días se conocieron, de manera algo… impropia.

Ella dirigió sus ojos azules, en el fondo de las ojeras negras pintadas y sonrió de costado. Vaya dientes preciosos, perfectos.

— ¿Por qué no lo invitaste a cenar desde el principio? Recorría a Ludovico con la mirada insolente que da la impunidad de una adolescencia sin frenos.

La voz algo ronca, terminó de desatar el ritmo del corazón, ya loco, de Ludovico.

—Ha estado varias veces, pero estabas en lo de Evelyn, querida.

Se dieron la mano.

Luego, Ludovico se replegó física y verbalmente. Un hosco silencio descendió sobre él, mientras, con voz pausada, Ambrosio, procedía a explicarle a Delfina sus intenciones.

— ¿Y para qué necesitaría un jodido ángel guardián? Protestó la chica, enfurruñada.

La mente de Ludovico, recorría con su mente los vericuetos del maldito infierno y de lo que podría hacerle; de ángel guardián, nada.

—Has tenido problemas antes, Delfina y cuando ya no esté, puede que necesites ayuda y tu tía tampoco es tan joven que digamos…

—A los diez y ocho, ya no necesitaré chaperones —afirmó ella.

—Por eso, aunque no impide que puedas acudir a él, si tuvieras algún problema.

—El hermano que nunca tuve —irónica le miró.

Ludovico, sabía que jamás sentiría por ella nada parecido a algo fraternal, de eso estaba seguro. Y sí, si era un pervertido y hasta la otra noche lo había ignorado, acababa de enterarse, pero, jamás pondría un dedo encima de ella, al menos, mientras fuera menor de edad.

Muerto Ambrosio, tampoco lo hizo y acompañó a la chica hasta el cementerio, donde ella no derramó ni una lágrima. Ignoró su impulso por abrazarle, y respetó sus ojos secos y su cara pálida y glacial.  La graduación había sido dos días atrás y Evelyn y Ludovico, habían asistido, mudos y ansiosos, recordando al padre y su decisión de morir después de quedarse tranquilo con respecto al futuro de Delfina. Tan tranquilo, como podría estar de saber que Delfina, se había involucrado en una relación con Jerónimo Licciardi, un empresario de la construcción, veinte años mayor, un hijo pequeño y una fuerte sospecha sobre sí, de ser quien lavaba el dinero de parte de la mafia de la ciudad norteña.

Faltaba un año para cumplir los diez y ocho, pero al casarse, después de graduarse, Delfina estaría emancipada.

Durante ese año, Ludovico, no estuvo en el país. El plan de infiltración le llevó hacia el este y con su <<esposa de ficción>>, Katya Novotna, se habían establecido cerca de la casa de un capo de la mafia al que tendrían que llevar a la cárcel. La orden era dejarle con vida y eso, complicaba más las cosas. Normalmente, si hubiera podido acabar con él, en dos semanas, a más tardar, ambos hubieran estado de regreso, pero la convivencia forzosa en el mismo barrio, intimando con los vecinos, fue una de las cosas más difíciles que el dúo tuvo que hacer.

Katya y él, conformaban una pareja ficticia, pero muy eficaz. Ella le apoyaba y complementaba en todas las áreas, desempeñaba todos los roles y adoptaba la personalidad que fuera necesaria, desde la esposa sumisa y abnegada, hasta la infiel y seductora.

El año se transformó en otro más y el sexto sentido del mafioso, hacía que se cerrara cada vez más, lo que dificultaba conocer rutas, fechas de entrega de cargamentos, de desembarcos de droga, integrantes de las distintas bandas y otras cuestiones que le relacionaran con mafias del extranjero, lo cual era imprescindible para lograr tal cantidad de recursos con los que contaba el hombre, de aspecto siniestro y que miraba a Katya descaradamente, desnudándola con los ojos. El hombre, permanecía enclaustrado en su mansión, rodeado por los pretorianos guardaespaldas.

Estaban por comenzar el tercer año, cuando todo pareció aclararse, cuando cayó detenido alguien de segunda o tercera línea que estuvo dispuesto a negociar, abriendo el juego, a cambio de ciertas ventajas y reducción de penas.

Luego de cada misión, Ludovico quedaba literalmente agotado, reducido a su mínima expresión. Aparentando las veinticuatro horas alguien que no era, manteniéndose alerta contra las sospechas de los miembros de la banda, adoptando desde el nombre hasta su ocupación, bajo una capa tras otra de mentiras, era para agotar a cualquiera.

Lo peor que podía pasarle, es que, a su regreso, se encontrara con su actual jefe, Russ Travison, que le encargaba la misión de poner a salvo a la hija del mítico Ambrosio Lestard, porque, durante ese último año, habían puesto en la cárcel al marido por lavar dinero. Había pruebas suficientes para tenerlo un buen tiempo, pero él no estaba tranquilo. Sobre todo, cuando el tipo, prometió entregar todo lo que sabía a cambio de recuperar su libertad, otra identidad y su mujer, claro está, amén de protección para los tres.

Eso no sería negociable. No Delfina.

Russ estuvo de acuerdo desde el principio.

—Le damos un mes de protección a ella, hasta ver que nadie quiera cobrarse nada, pero entras en la prisión y ya sabes…

Así que, cierta noche, Ludovico, ingresó sin quedar registrado en la prisión  y con una cuerda de piano, dejó el cadáver de Jerónimo en el baño.

Ajustes de cuentas, había todo el tiempo. Y un papel bajo la lengua, fue el mensaje que se halló en el cadáver al día siguiente. El destino de los <<buchones>>.

 Se hizo cargo de la custodia de ella, pero, cuando la fue a buscar al caer la noche, seguido por una camioneta blindada, la encontró despidiéndose de un niño de siete u ocho años que se notaba muy afectado.

— ¿Quién demonios es el niño? Ludovico no estaba para sutilezas ni saludos forzados.

 Vagamente recordaba que el tipo tenía un hijo pequeño. Como su padre había vaticinado, la chica tenía una magistral capacidad para meterse en líos y ya Russ había tenido que intervenir, encargándole ultimar a Jerónimo, para rescatarla.

—Es Piero, hijo de Jerónimo—susurró ella. Este mes que esté bajo protección, estará en la casa de la hermana de Jerónimo, con vigilancia, hasta que vuelva y me haga cargo de él. Ha vivido con nosotros desde que su madre le abandonó —dijo por toda explicación.

El niño, levantó sus ojos hasta él y le dirigió una mirada limpia y confiada.

<<Soy el que acaba de dejarle huérfano>>, pensó Ludovico, suspirando. Pero eso era la parte desagradable de su oficio. No siempre era justo lo que hacía, ni limpio, ni misericordioso, solo esperaba que evitara males mayores y que Russ Travison, los hubiera contemplado, al darle las instrucciones.

El mes que transcurrió bajo custodia, mientras terminaban de cercar al resto de la banda, Delfina, pareció entregada, sumisa y callada. Él agradecía que hubiera detenido sus agresiones, su desafío permanente y las provocaciones. Luego, recordó que habían pasado casi cinco años y cerca de los veintiuno, Delfina, parecía estar más asentada, aunque no quiso hacerse ilusiones, y, mucho menos, confiar en ella.

Físicamente había cambiado poco y nada, aunque había reemplazado el estilo <<dark>>, por los jeans, las camisetas, las remeras y las camperas de cuero. Su rostro, de piel lisa, apenas llevaba maquillaje y había salido ganando en naturalidad y frescura. Le costó tragar saliva, cuando aspiró el aroma floral del pelo de ella y tuvo que apartarse.

Él estaba mayor, obviamente. Tenía el aspecto de alguien prematuramente envejecido, endurecido por las cosas que habría vivido y su aspecto juvenil, había desaparecido, para dar paso a un rostro anguloso, de mirada alerta, gesto ceñudo, de permanente irritación con la vida y el mundo en general y con ella, en particular.

—Soy Delfina, imbécil —le apostrofó ella. Eso, ya lo había escuchado antes. Nunca podrás liberarte de mí, soy tu karma. Le sonrió con la boca torcida, evaluándolo. Lo dijo, casi al finalizar el mes estipulado.

Para cuando Hacienda hubo terminado de <<tamizar>> los negocios de Jerónimo Licciardi, ella y Piero, habían quedado literalmente en la calle.

Ludovico, una noche estaba aún entre los brazos de una rubia polaca, en un cuarto de un hotel del otro lado de Europa, cuando sonó su teléfono.

—Tienes que venir —la voz seca de Russ le sacó de su ensueño.

— ¿Qué diablos quieres, ahora? ¿Acaso dejé algo sin atar? Ladró él de mala gana. Se estaba recuperando después de una misión difícil, peligrosa como todas y en las que acababa de dejar los últimos vestigios de sus principios, si acaso quedaba alguno. Tener que ultimar a la familia de un capomafia, de los peores, había sido duro y el cuerpo le pedía justo lo que se había regalado las dos últimas noches. Sin Katya, sin nadie que vigilara sus pasos, se había entregado a la imaginación de la bella eslava o lo que fuera.

Ella gritó algo en su lengua, mientras Russ le intimaba a regresar.

—Dile a tu urraca eslava que se largue —ordenó su jefe. Date un baño de agua fría y me llamas, así te explico.

Se quedó unos instantes, mirando el techo, aún acostado en la cama, considerando retardar el momento de soltar aquel cuerpo tibio y complaciente, pero suspirando le musitó algo en su oído, que la mujer aceptó a regañadientes y haciendo pucheros. Se vistió despacio, como dándole la oportunidad de echarse atrás, pero Ludovico ya estaba mentalmente fuera de la habitación.

Se dio una ducha, pidió un café y tomando su bolso de viaje, emprendió la vuelta, después de cortar con Russ.

Esa mañana de domingo, tocó el timbre en su casa.

—Sé que no ha habido contratiempos, esta vez —le dijo a modo de saludo, el hombre canoso y en buena forma.

—Si por ausencia de contratiempos le llamas a tener que acabar con una familia entera, no, no los hubo.

—Ya sabías cómo es esto, cuando aceptaste ser <<Pegasso>> —afirmó Russ. Con él no iban los melodramas. Para él, el delito no tenía límites netos. Podía ser solo un hombre, o su entorno familiar, daba exactamente igual. A la hora que esos niños se hicieran hombres, no tendrían piedad o consideración y cuanto antes se acabara con ellos también, mejor.

Ludovico aceptó el café que le sirvió su jefe.

—La hija de Ambrosio, está otra vez en problemas —le dijo.

Ludovico se revolvió el pelo, había viajado media noche, estaba cansado, casi sin dormir y no tenía paciencia para escuchar, justo ahora, hablar de la problemática Delfina Lestard.

—Me estoy cansando de ponerla a salvo, Russ. Ya no tengo más energía para eso también. Pensé que esta vez, con un hijo del marido a cargo, dejaría de hacer locuras; maldijo en voz alta.

—Necesita dinero, Ludovico. Hacienda no le dejó nada del imperio de Jerónimo y sin trabajo, ya sabes. Prometimos a Ambrosio, después de todo lo que él hizo por este país, ocuparnos de ella y es lo que tratamos de hacer.

— ¿Hasta cuándo será momento de seguir pagando nuestra deuda con Ambrosio? Protestó él, ceñudo.

—Alójala en tu casa. A ella y al niño. Tienes una casa enorme. No te cruzarás con ellos, si no quieres. Mientras tanto, hallaremos algo  para que haga. El chico tiene  que seguir la escuela. Con esto de esconderse, el pobre ha ido de casa en casa y ha perdido los amigos por el camino. Tal vez, sea el único inocente en esto. No olvides que te encargaste del padre.

—Según tus órdenes —le recordó Ludovico alzando una ceja y clavándole sus ojos. No entiendo a qué viene tanta lealtad con el crío, si ni siquiera es algo de la hija de Lestard.

—Ella se ha encariñado con él, lo cuida desde que era muy pequeño y si no queremos desatar un infierno, que se le vaya la lengua con lo que sabe del padre y de nosotros, mejor que la tengamos tranquila con respecto al niño ese. Usaba su mejor tono para convencer a un hombre cuya vida, ya de por sí nada fácil, se complicaría con la viuda del mafioso y su hijo, a cuyo padre había despachado en prisión, sin darse vuelta ni pensar nada más al respecto.

—Hasta que tenga un trabajo y consiga irse a vivir a otra parte —sostuvo él. Solo eso. Ya puedes hacer uso de tus contactos para que consiga uno y que sea pronto.

—Eso dalo por hecho. Russ, parecía sincero. Pero, en ese oficio, el más sincero de ellos, era un embustero importante.

Una semana más tarde, la madre adoptiva y el pequeño Piero, observaban en silencio la enorme casa de Ludovico Carbonell.

—Hay diez habitaciones para los huéspedes —dijo él. Solo dile a la señora Chambers, las que ocuparán ustedes dos y ya está.

—Con una alcanzará —dijo Delfina con voz suave. Tiene pesadillas y no duerme bien desde que…

—Bueno —le cortó él. Haz como quieras. Pide lo que necesites. En cuanto a escuela, hay una cercana en la que reservé vacante para el niño.

Ni siquiera le miró. Se le notaba incómodo ante los ojos grandes y marrones del niño, que, tomado de la mano de Delfina, miraba ambas caras, desde abajo, como un pequeño partido de tennis y él, una pequeña pelotita indefensa.

Ema Chambers sonrió afable. Le daba pena, sin saber la causa, la expresión del niño que luchaba para parecer valiente y algo mayor, sin lograrlo del todo.  

—Ven conmigo a la cocina, te daré algo que sé que a los chicos de tu edad les gusta con la merienda —le dijo, extendiendo su mano.

Él miró a Delfina quien asintió con una leve sonrisa, que al retomar la mirada de Ludovico, desapareció, para transformarse en un gesto duro y distante.

—Vamos a conseguirte un empleo que te permita vivir decentemente—aseguró él, tratando de infundir optimismo a su voz. En mi casa puedes considerarte segura, tengo vigilancia permanente y cámaras, desde que me enteré que vendrían, así que, bueno, creo que estarán bien. No me verás mucho, porque estoy viajando casi constantemente y por lo demás, siéntete como en tu casa.

Ella siguió observándole, sin decir nada. Sabía que Carbonell, no esperaba gratitud, simplemente, porque, cumplía órdenes. Seguro que la idea había sido de Russ, y ahora él, trataba de llevar adelante la desagradable tarea de albergarlos, haciéndoles sentir cómodos. Pero, había algo más que no sabía precisar. Tal vez fuera la mirada que le dirigió a Piero, algo indefinible y que le hizo sentir un escalofrío. No dudaba que si se lo ordenaban, Ludovico Carbonell, ultimaría al niño, sin dudarlo un instante. Decidió que haría lo imposible para poner distancia entre ellos, lo más rápido que fuera posible, así tuviera que…

Piero había comenzado a concurrir al colegio cercano, uno privado y caro que el servicio pagaba religiosamente. De a poco, había hecho nuevos amigos, ya que de por sí, era un niño sociable y pronto se hizo amigo de los enormes perros que recorrían el perímetro de la propiedad por las noches, introduciéndose en los caniles sin que nadie hubiera podido evitarlo. Pero, tratándose de perros, Piero, era un ser único. Los enormes animales, no solo no le hicieron ningún daño, sino que pronto aprendieron a esperarle, para jugar un par de horas, antes de ir al colegio.

Cuando Delfina reparó en eso, intentó evitarlo, porque los animales eran imponentes, la abertura de sus bocas, eran más grandes que la cabeza del niño y duplicaban su peso, por lo menos.

Ludovico, al enterarse, se sorprendió, pero, trató de tranquilizarla con el argumento que si hubieran querido hacerle daño, a estas alturas, Piero sería un montón de carne picada.

Ella le fulminó con la mirada cuando usó esta expresión y él se encogió de hombros. Por lo visto, la lógica, no formaba parte del mecanismo mental de Delfina, se dijo.

Él, mientras tanto tuvo que viajar otra vez y estaría ausente una semana, le comunicó brevemente, esa mañana, mientras desayunaban los tres.

— ¿Me traerás un regalo? Piero le miraba expectante.

Ludovico se quedó mudo. Luego suspirando, trató de sonreír.

— ¿Por qué no? Trataré. Aunque veces, visito sitios en los que no hay jugueterías—le explicó, serio. Recordó que los hangares desde donde operaban los aviones militares, que frecuentemente le trasladaban, no tenían tiendas de regalos para niños, precisamente.

— ¿Qué clase de sitios son esos, que no venden juguetes? El niño seguía insistiendo.

—Piero, basta —pidió Delfina. Te ha dicho que hará lo que pueda.

—Papá siempre me traía cosas con ruedas —le recordó el niño.

—No lo dudo, Piero, pero tu papá no iba por donde ando yo, casi seguro —Ludovico esperaba que la joven cortara rápido el curso del pedido del niño.

—No, en la cárcel no hay juguetes —le contestó Piero irritado. Pero aún desde allí, mamá vino un día con un camión que él me enviaba.

Ella no iba a decirle que lo había comprado de regreso, cuando le había firmado los papeles del divorcio y se sentía inquieto por él. Ella, le había prometido que se encargaría del niño, al menos hasta que él saliera en libertad. Pero, no tuvo tiempo de presentar los papeles en el tribunal, porque fue la última vez que vio a Jerónimo con vida.

—Dije que lo intentaré —la voz de Ludovico sonó irritada. Se sentía confuso ante un vago sentimiento que comenzaba a roer dentro, algo parecido a la mala conciencia. Aquella a la que le habían entrenado para combatir. La palabra <<mamá>> sonó como un cañonazo en sus entrañas, revolviéndolas. Después de todo ¿Qué era lo que le sorprendía? Delfina Lestard, podía ser capaz de brindar ternura, aunque él, jamás sería su destinatario.

—Parto esta noche —anunció él. Estaré fuera, si todo va bien, algo así como dos semanas. Deposité dinero en tu cuenta para que no tengas que ocuparte de nada —le dijo.

—Yo—titubeó Delfina—tengo un par de entrevistas de trabajo.

—Fíjate bien dónde te metes. Si tienes dudas, llama a Russ, por favor.

—No me digas que ahora te preocupas por mí, de verdad —rió ella, mordaz.

—Siempre —sostuvo Ludovico. Pero, no lo haces sencillo.

—Eres un buen soldado —le dijo con sorna, Delfina.

Él decidió no contestar. Eso solo traería discusiones sin sentido. Las cosas estaban como estaban y no era posible mejorarlas, por lo tanto, con que no fueran peores, eso ya era algo. Se marchó a preparar su bolso de viaje.

Más tarde, casi sin hacer ruido, mientras la mujer y el niño dormían en un sofá frente al televisor, él abrió el portal y cerró sin despertarles.

Los vio unidos, ambas cabezas una contra la otra, de distintos colores de pelo, tapados por la manta de lana, descubrió uno de los perros que había entrado, y supuso que era algo que Piero se traía entre manos, a pesar que le estaba prohibido ingresar a aquellos animales y tratarlos como si   fueran mascotas, pero parecía que cada día se asemejaba más a la rebelde de su madre adoptiva. Se demoró contemplándolos, y deseó que todo pudiera ser distinto, una historia en la que, tanto ella como él, compartían el niño, por elección, por derecho, por necesidad. Se subió las solapas, intentando atajar la lluvia que caía, introduciéndose en el auto oscuro polarizado que partió raudo. El día siguiente, domingo, para el resto del mundo, le encontró en un lugar desconocido, una especie de parque industrial, con galpones y almacenes siniestros y en ruinas, aguardando una entrega de armas, junto con otros tres, a las órdenes de la que esperaba fuera su próxima víctima.

Las dos semanas, se hicieron tres y luego cuatro. Todo se había enredado con la disputa por la mercancía, el territorio, el cliente, todo lo demás, y tuvo que elegir una lealtad que le repugnaba solo para tratar de acercarse más a su objetivo. El hombre se lo ponía difícil, porque era desconfiado como el mismísimo diablo. No importa que hubiera ultimado a tres enemigos que intentaron emboscarlo.

Cuando por fin lo logró, tampoco fue gratis para él. Una de las chicas que le acompañaban, y que había confiado en él, había quedado tendida con la garganta seccionada sobre la alfombra del departamento, donde le había jurado protegerle, después de tener un sexo más que satisfactorio. Se sentía una auténtica basura, nada que fuera mejor que el objetivo abatido.

Cuando a los dos días abrió la puerta de su casa, era de noche y subió en puntillas la escalera hacia su dormitorio.

Se bañó y se quedó sumergido en el jacuzzi hasta que una suave modorra le alcanzó. Secándose, se arrastró hacia la cama y luego de tenderse aún mojado, se quedó dormido.

A la madrugada, le pareció escuchar la puerta de abajo y tomando su arma, saltó del lecho, enrollándose la toalla alrededor de la cintura, en tres saltos estuvo cerca de la baranda de la escalera.

Una figura delgada, cautelosa, subía los peldaños, descalza. Delfina.

— ¿De dónde vienes? Él bramó, tratando de al mismo tiempo, hacer su voz inaudible.

Ella ahogó un grito y si no fuera porque él la tomó por un brazo, hubiera caído rodando por la escalera.

Delfina, furiosa, le golpeó sin misericordia, cuando la soltó sobre el suelo seguro.

— ¿Y a ti que carajos te importa? Pero, para que lo sepas, vengo de trabajar.

— ¿Trabajas de noche? La arrastró a su dormitorio, donde encendió la luz.

Ella vestía un traje de noche negro, sin espalda, pegado a sus curvas y aún sostenía una pequeña clash bordada.

Cerró la puerta y le indicó que se sentara en una butaca, pero, ella, negó con la cabeza.

—No tengo que darte explicaciones. Es un trabajo legal. Eso es todo lo que diré y más de lo que mereces saber.

—Dime qué haces —apretaba los dientes hasta que empezaron a dolerle.

—Ven a verme trabajar. Me contrataron en el Gold Fox y te aseguro que las propinas que me dan, son las que van a permitirme rentar un departamento, y solo seremos un recuerdo para ti.

Ludovico se abalanzó sobre ella como una fiera.

—No te hemos estado protegiendo hasta ahora, solo para que termines transformándote en una… en una…

—Dilo, atrévete —le escupió Delfina en plena cara. Una prostituta. Eso es lo que me has considerado desde la primera vez que me viste. No seas cobarde y di la verdad, sé un hombre. Siempre has pensado de mí como una zorra, aunque he dado motivos, no lo niego, pero ahora solo lo hago para obtener dinero rápido y fácil para poder mudarnos.

— ¿Acaso te ha faltado algo? Ludovico gritó, enfurecido. Estaba harto de seguir pendiente de ella, de viajar rogando que no le llamaran para informarle que había sido hallada muerta…Jamás podría entender cómo se sentía eso. Ni en mil vidas.

Lo explicó así, crudamente, la sencilla y despojada verdad. No confiaba en ella, en resumen. En su capacidad para vivir dignamente, y ahora menos que menos, teniendo a un hijo adoptivo a cargo. Una verdadera locura.

Ella se tocó la mejilla, como si la hubiese golpeado.

En cuanto a él, le faltaba el aire, necesitaba dormir y no despertarse de la pesadilla en la que la joven se había transformado.

Ella, le espetó que ni siquiera era por ella que él se ponía así, era por su terror a fallar, ella era su misión también y no tenía idea, lo mucho que le afectaban las misiones que salían mal.

Cuando Ludovico la escuchó decir eso, se quedó callado. Tal vez, estaba en lo cierto y todo el tiempo él había intentado demostrarle a Ambrosio que era digno de su confianza. No le importaba en absoluto la seguridad o el bienestar de Delfina, en realidad. Era su orgullo, su capacidad de asegurarse que las cosas se hicieran bien, una necesidad de control obsesiva a prueba de contingencias. Y ese plan, llamado Delfina Lestard, había estado por volar por los aires varias veces, y por eso, él ya no podía tolerar más errores. Sencillamente ya no tenía el control de lo que pasaba y quería renunciar, desaparecer, olvidarse de ella.

—Y voy a decirte algo más, agente Carbonell —siseó ella— sé que has asesinado a Jerónimo. No puedo probarlo, obviamente, pero me di cuenta, antes de irte la última vez, por la manera en que miraste a Piero. Sientes culpa, por eso, a pesar que te sigue, buscando un padre, y es el niño más bueno del mundo, tú le apartas, le rechazas, y es porque, en el fondo le temes. Tienes terror de que un día sepa lo que le hiciste a su padre y descubras que te odia, que no va a perdonarte jamás.

Ludovico cerró los ojos y se acostó en su cama.

—No temas, tu pequeño secreto estará a salvo conmigo —le dijo ella. Seguramente, cumpliste órdenes y yo fui, otra vez, la causante de ello, así que es mi culpa porque me casé con él, sabiendo que era un truhán. Y, tal vez, debieras soltar mi mano y renunciar a salvarme y así, te sientas liberado, el día que aparezca flotando en el río. Se acabarán tus pesadillas ¿Crees que no te escucho a veces gritar en sueños? Eso es lo que han hecho de ti y yo, sin pedir nada, me transformé en otro infierno.

Ludovico tenía un brazo tapando sus ojos, respiraba lento y pausado. Por un momento, ella pensó que se había quedado dormido. Se tumbó a su lado, aspiró el olor a sudor, a loción de afeitar, y hasta el miedo pudo percibir, si inspiraba cerca de su cuello, donde latía su arteria. Emanaba calor de allí también, un agradable calor de alguien vedado, prohibido y al que nunca había podido olvidar desde que le conoció la noche que se transformó en su pesada herencia. La carga impuesta por su maldito padre. El que no enfrentó su paternidad, y escondiéndose detrás del trabajo, delegó en otros, la responsabilidad de criarla.

Con la punta del índice, le acarició parte de la cara que no estaba cubierta por su brazo, le perfiló la boca, el mentón partido en la mitad que le hacía tan deseable.

—Libérate, Ludovico, déjame partir y olvídate de tu promesa de cuidarme de mí misma. No tengo salida, de verdad, ya me he torcido y no puedo volver atrás la historia —susurró.

Él se marchó, no sin antes decirle que hallara un lugar adecuado donde quedarse con Piero y le avisara antes de firmar nada.

Prometió hacerlo así. Pero, no lo hizo, cuando al día siguiente, rentó una sucia covacha con una cama, una heladera oxidada, un baño con el depósito perdiendo y un dormitorio diminuto para Piero, una mesa y dos sillas.

Con lo que cobraba en el club más las propinas, apenas alcanzaba para esos mínimos departamentos en monoblocks de dudosa reputación, donde el alcohol, las drogas y las malas compañías abundaban, obstruyendo las escaleras, llenando de colillas los rincones, y las paredes con graffitis, molestando a las mujeres y haciendo ruido hasta altas horas de la noche.

No dudó en llamarle para que la acompañara a verlo, saboreando de antemano la expresión que pondría Carbonell, su arrebato de ira ante el contrato ya firmado, y su inútil ruego para que volviera a su casa.

Pero, cuando él vio el lugar, esa misma tarde, con los escasos muebles con marcas de cigarrillos, asintió con la cabeza. Piero estaba jugando en casa de un amigo. El piso estaba situado en el último piso por la escalera, el olor a marihuana y a comida frita se mezclaban, poniendo el sello final a la sordidez del lugar. Él recorriendo con la vista el sitio, hizo un gesto de aprobación.

Lo que sucedió a continuación, no podía llamarse <<hacer el amor>>, era sexo, simple, puro y duro. Normalmente, antes debieron pautarse ciertas cosas acerca del salvajismo que puso Ludovico en arrasar con ella. Entendía que estaba vengándose, de la adolescente que le había descolocado con su desparpajo y su conducta equívoca. Fue, lo más parecido al odio. Era hambre atrasado por los años en los que ella estuvo en los brazos de Jerónimo Licciardi, y que la había devuelto, como una mujer madura y experimentada para su edad, pero jamás preparada para todo aquello en lo que se precipitó ese día. Ludovico, le atrajo hacia su abismo de propietario absoluto, avasallador, sin pedir permiso, sin esperar sus respuestas, empujándola a pesar de su resistencia a ciertas prácticas en las que no tenía experiencia, y que, a su pesar, su cuerpo se rebelaba, entregándose, abierto, blando, a la espera, llenándola de odio hacia la mirada irónica que nunca desapareció de sus ojos, cada vez que le tuvo de frente. Con horror, se escuchó a sí misma, rogar, no le quedaba claro si quería que se detuviese o que siguiera, lloró, no sabía si de miedo, dolor, placer o todo junto, mientras escuchaba algunos rugidos, cada vez que llegaba al orgasmo. A sus espaldas, sin embargo, era un salvaje sin rostro, que susurraba y por momentos, ladraba órdenes, secas, restallantes como látigos, aquellos que también había utilizado sin su consentimiento, que sacó enrollados, de su mochila y dejó ciertas partes de su cuerpo ardiendo, tumefactas y odiándose por estar expectante, a la espera de más. Justo cuando estaba por alcanzar la cima de las cimas, Ludovico se levantó y dándose una ducha rápida, se marchó sin saludarla siquiera, yéndose, dando un portazo. Antes, masculló: es un sitio digno de ti, lo lamento por Piero. Dejó un fajo de billetes —cómprale algo a tu hijo.

Ella durmió lo que restaba de la tarde, hasta la noche, y se levantó cansada, ojerosa y supo lo que era caminar con dificultad por el abuso consentido al que la había sometido Ludovico Carbonell. Se metió debajo de la ducha y se tendió en su cama nuevamente. La almohada tenía el olor de él. Las manchas en las sábanas, así como las oleosas, del lubricante utilizado, fueron arrancadas junto con ellas, haciéndolas un bollo, las arrojó contra un rincón, maldiciendo. Se arregló y dedicó más tiempo, con el maquillaje, a disimular las marcas del cuello y escote. Los pechos y las caras internas de sus muslos y nalgas no se veían mejor. Tardarían días en desaparecer. Suspiró. Y, recordó que el muy maldito ni siquiera había utilizado preservativos, sin asegurarle estar libre de ETS. Ella iría en busca de la píldora del día después y se sometería a los análisis correspondientes. Encima lo que necesitaba, hubiera sido un embarazo no deseado, del mismísimo demonio: ella.

Tendría problemas en el Gold Fox, las marcas no desaparecerían y por más maquillaje que utilizara, se notarían. Tendría que apurarse e ir a buscar a Piero.

Cuando esa noche, llegó al Gold Fox, se metió en el camarín, se desnudó, y se embutió en la tanga plateada, maquilló de nuevo sus pechos, caderas y piernas, así como el cuello, cuando entró Dixie, el encargado de las chicas del lugar.

—No estás en condiciones de trabajar, en ese estado —le espetó. Pareces una zorra golpeada. Vete a casa y regresa cuando no se note la tunda que te han dado. El desprecio en la voz, era peor que sus palabras.

Estaba por responder que no era ninguna paliza, que no era una zorra, bueno, no del todo, pero, en vez de eso, reclamó el dinero que le adeudaban, anunciando que no volvería.

—No has trabajado ni un mes entero, no tengo obligación de pagarte porque nunca firmaste nada y además, debías avisar con un mes de antelación. Aprovecha que estoy de buena y lárgate, antes que termine el trabajo del que te dejó así. Sonrió burlonamente.

Una ira ciega se apoderó de ella, tomó el banco de metal en el que estaba sentada y sin que el gordo pudiera reaccionar a tiempo, le golpeó en la cabeza. El tipo cayó al suelo, y Delfina, temblando, antes que reaccionara, le asestó otro golpe más, hasta que se desmayó del todo. Le palpó los bolsillos y le sacó todos los billetes de la cartera que encontró. Cuatrocientos dólares no era ni la mitad de lo que le debían, le arrancó el anillo del dedo regordete con gran trabajo, y vistiéndose apurada, salió corriendo del lugar.

Piero dormía plácidamente en su pequeña cama, pagó y despachó a Nancy, la niñera. Tomó una cerveza de la heladera y se la llevó al dormitorio, mientras preparaba el bolso con la ropa que alcanzó a meter. Llamó a Ludovico, mientras lágrimas de frustración le corrían a raudales. Se maldecía no haber meditado más, hasta conseguir el dinero completo que le debían.

A la media hora, un Ludovico imperturbable entró sin tocar, haciéndose cargo de la situación. Terminaron de alistar al niño y ya estaban por salir cuando sonó el timbre de la puerta. Por la ventana, se observaban los destellos rojos y azules de un coche patrulla.

Ella se maldecía de haber recurrido a él, otra vez.

Sin decir palabra, Ludovico se marchó enseguida, luego de hablar con la policía; sin duda, sabía qué invocar, a la hora de hacerle inalcanzable para ley.

Se dirigió al Gold Fox, y cuando localizó a Dixie, se encerró con él, en un despacho, al que le llevó a la rastra, en medio de protestas y cuando los matones del club se le acercaron, enseñó la placa.

—Les hago cerrar el local en menos de media hora —susurró. El señor Dixie y yo tenemos que conversar, a solas.

Cuando salió, se acomodó el saco, se subió al auto y al rato, llegó a lo de Delfina.

Ella no pareció sorprendida de verle.

—Por cierto, has dejado bastante magullado al gordo ese —sonrió él, extendiéndole un fajo de billetes de cien dólares. Cuéntalos a ver si falta algo. Hice que te abonara las vacaciones por adelantado y le denunciaré ante hacienda, si vuelve a molestarte, además de otros cargos que le largué cuando se puso algo remiso.

Ella le ofreció café.

—Por cierto, te agradezco lo que has hecho y ya ves, no puedo estar sin pedirte ayuda ni dos días. Me odio cuando hago eso, Lud.

Él odiaba también cuando abreviaban su nombre, pero a ella, le permitía casi todo. Menos seguir lastimándole. Así que, levantándose se dirigió a la puerta.

—Me tengo que ir. Esta madrugada viajo y no sé cuándo estaré de vuelta, vivo o en una bolsa —rió por lo bajo.

—Te haré saber mi nueva dirección —le dijo ella.

—Lamento lo que hice, eso de arrojarte el dinero para Piero.

—Me comporto como tal, a veces —ella se encogió de hombros. Creo que tengo que buscar un trabajo estable, diurno, y acompañar a Piero.

—Sí, eso y un buen hombre que te acompañe —le dijo él, mirándola con fijeza. Me refiero a que tenga poco que ocultarte, que sea transparente para ti.

—Antes de irte quería preguntarte si… ¿Tocas el piano? Tienes uno de cola en tu sala y me preguntaba si… bueno si sabías usarlo.

—Claro —le dijo él. Además, las cuerdas de piano, me han ayudado un par de veces —sonrió.

Ella sintió un escalofrío por la espalda, y recordó los detalles de la muerte de Jerónimo.

Las mismas manos que acariciaban el teclado, y que lo habían hecho con su cuerpo una noche, como si también fuera una, eran las mismas que habían puesto fin a la vida del padre de Piero.

Él era eso y por más vueltas que le diera, siempre lo sería.

En las siguientes horas, Delfina Lestard analizó lo que vendría a continuación. Si quería sobrevivir, debería alejarse de la ciudad, de sus tentaciones, de los hombres equivocados, de sus decisiones en cuanto a ellos.

Había pasado el momento de vivir, realmente. Solo se trataba de pasar cada día como mejor pudiera, poniendo distancias con los problemas.

Él tenía razón. Había descendido voluntariamente a ese agujero donde ahora se encontraba y por primera vez, estaba sola. No llamaría a Russ, como otras veces y había colmado la paciencia de Ludovico. Creía que él estaba enamorado de ella, pero no era un imbécil que se rebajaría a rogar y mendigar por un cambio en su errático comportamiento. Lo que se habían dicho era la más pura verdad, ella había jugado y había perdido. A pesar de todo, él era un buen hombre, leal, pero digno también, de otra clase de persona que no era ella.

Katya viajaba en el asiento  de al lado, apoyando la cabeza en su hombro, como la dócil mujercita que tendría que ser, de vuelta a la madriguera del más oscuro de los traficantes. De entrada, le encontró más taciturno que de costumbre y decidió dejarle tranquilo lo que restaba del viaje. Tendrían que hacer una escala más, antes de llegar a destino y sufrirían un desfase horario importante. Algo desalentada, suspiró. Ella, por lo general dormía poco en los vuelos y esta vez no era la excepción, pero la mayoría de las veces, era él, quien se mantenía despierto.

Le observó con atención, le hacía falta una buena afeitada y por primera vez, le notó desalineado, el cabello desordenado, como si estuviera con una resaca importante. Pero, al mantener ojos y boca cerrados, no pudo confirmar sus temores. Dependían de sus dotes interpretativas y sus reflejos para acomodar ciertas situaciones que pudieran presentarse. Además, no habían ensayado lo suficiente la historia que contarían, parecida a todas las otras, pero lo suficientemente diferente como para hacerles resbalar y caer ante la mínima discrepancia del guión.

Le codeó, cuando faltaban diez minutos para aterrizar.

—Ve al baño a lavarte —casi se lo ordenó.

—Disculpa, ya vuelvo.

En el cubículo sanitario, se lavó los dientes, peinó su cabello y lavó la cara. Observó sus ojos abotagados. Tal vez, no debería haber bebido la noche antes, después de salir del cuchitril de Delfina. Cerró los ojos, sacudió la cabeza, tratando de centrarse y se dispuso a repasar la historia que contarían. En poco tiempo, deberían ser unos intermediarios, para la entrega de un cargamento que permitiría echarle el guante a la banda entera, si se esmeraban un poco.

Retornó al asiento con un vaso de café para él y otro para ella.

—Comencemos —le dijo, serio.

A bordo del pequeño y destartalado automóvil de Delfina, Piero miraba por la ventanilla, algo recostado contra el lío de ropas que ella había arrojado descuidadamente sobre el asiento trasero, recorrían la autopista, a la velocidad que podía el modesto vehículo, la distancia que les separaba del norte. Estaban a más de novecientos kilómetros de Escocia y el invierno no les haría fácil el tránsito en ciertos lugares y pueblos adonde pensaba arribar ella al cabo de tres días, que era el tiempo que estimaba, les llevaría llegar. Hacía más de una semana que había ido preparando el plan de fuga, como prefería llamarlo.

Ambrosio, tenía una cabaña cerca de Inverness, y, ya se había puesto en contacto con una mujer de un pueblo cercano que era la casera, para ir a buscar la llave. Sería algo totalmente distinto a todo lo que conocían, pero pensaba que era lo mejor para el chico, nueva escuela y amigos. Y en cuanto a ella, un trabajo con el que había tenido la suerte de tropezar, gracias a sitios de búsqueda en Internet, y en principio, tendría una entrevista. El sueldo no era para desmayarse, pero sería un comienzo y si todo marchaba bien, no tendría que recurrir a Ludovico nunca más. En cuanto a la sombra de su difunto padre, tendría que afrontar su presencia invisible en esa cabaña, donde él iba en sus vacaciones a pescar.

A miles de kilómetros de allí, Ludovico Carbonell estaba pagando el precio de haberse distraído y trasladado el pensamiento al cuerpo de ella, la única vez que tuvo acceso a él, cuando dejó salir al animal agazapado que llevaba adentro.

Le habían sorprendido en un par de contradicciones y ahora, estaba amarrado a una silla y golpeado brutalmente, sin dejarle perder la conciencia.

Hacía rato que sabía que se estaban turnando para sacarle la verdad, y ya solo pensaba en Katya y si habría logrado ponerse a salvo. Era su jodida culpa y estaba dispuesto a que le masacraran, pero no iba a ponerla en peligro. Cuando no llegara a la hora convenida, se daría cuenta que algo andaba mal y se pondría a resguardo. Eso era lo pactado. Uno de los dos, en lo posible, tenía que volver e informar, tratando de salvar lo que se pudiera para restablecer la operación, ni bien se pudiera.

Pero Katya, no había estado siete años a su lado para partir sin mirar atrás. Estaba acechando en las sombras, con su contacto local, el ojo y oídos que el servicio mantenía en el sitio y estaban evaluando la forma de rescatarlo sin hacer demasiado ruido, cargándose toda la operación, eso lo sabían, pero correrían el riesgo. Ludovico era demasiado bueno como para perderle por un jodido error y él mejor que nadie, se encargaría de sí mismo y torturarse hasta el cansancio, en su perfeccionismo enfermizo.

Lo que siguió, a continuación, fue una sucesión interminable de disparos y por los pelos, pudieron sacar de las garras de sus tres captores al agente inconsciente y arrojarlo en la parte trasera de un viejo automóvil que les dejó en campo abierto donde les recogió otro vehículo que era el destinado a extraerlos en primer lugar, aunque hubieron de cambiar horarios y planes.

En el estado deplorable en el que se hallaba Carbonell, era impensable subirlo a un avión de línea. Pedir apoyo aéreo después del error, les expondría como país y era mejor llevarlo y esconderlo en alguna casa segura.

Tuvieron que cruzar la frontera, con el agente tapado por lonas y cubiertas de automóvil.

En la casa destinada a los imprevistos, le acostaron y consiguieron que el médico que contrataban para casos así, alguien a quien le había sido retirada la matrícula por mala praxis, se hiciera cargo del herido.

Le dejaron con analgésicos, a través de  una guía endovenosa, asimismo, para hidratarle y pasarle antibióticos.

Katya se pudo bañar, quitándose la sangre de él que tenía en el cuerpo y sobre la ropa.

Sabían que posiblemente tuviera algún sangrado interno y al cabo de varias horas, cuando ciertos valores, comenzaron a descender, se consideró la posibilidad que habría que intervenir y explorar el sitio o los sitios por donde estaba sangrando, antes que falleciera por hipovolemia y el shock. Pero, era impracticable, sobre una mesa de cocina, sin anestesia ni controles vitales permanentes. Un hospital sería el lugar indicado, pero, no podrían recurrir a ese medio.

—Conozco un veterinario que tiene una clínica — comentó el contacto. Va a salir bastante dinero, pero tiene un quirófano en toda regla y trabaja rápido. Tiene equipos de imágenes y es lo único que podemos tener en estos momentos. Si necesita transfusiones, será un tema a considerar con alguien que pueda entrar a un banco de sangre y será más dinero.

Decidieron que así lo harían. Su estado no dejaba lugar a dudas. En cualquier momento podría hacer un paro cardíaco y no podrían hacer demasiado.

Se pusieron en marcha. Por momentos, recobraba la conciencia y había llamado a un tal Piero, que los demás supusieron, sería algún conocido del servicio. Luego, volvió a sumirse en la inconsciencia y no despertó hasta pasadas muchas horas después de la intervención, en condiciones algo precarias, aunque el veterinario, contaba con material esterilizado y equipos de alta gama, además de un quirófano que poco habría de envidiarle a los destinados a los humanos. Los dueños de caballos de carreras solicitaban sus servicios, y era un hombre sagaz, que reinvertía en equipamiento y de vez en cuando, asumía algún riesgo, porque sabía que dadas las condiciones, nadie reclamaría nada si sucedía lo peor.

En este contexto, Ludovico fue explorado cerca de la madrugada. El médico veterinario, descubrió el origen del sangrado, debido a la golpiza recibida y suturó los vasos comprometidos.

Le dejaron escondido en un cuarto que poseía en la parte trasera de la clínica que usualmente lo destinaba a depósito de insumos.

Allí, pasó una semana, y cuando recobró el conocimiento, cinco o seis horas después de la anestesia, se mostró inquieto y confuso.

Hubo que sedarle nuevamente. No podían permitir que los empleados oyeran ruidos sospechosos.

Al cabo de esa semana, estuvo en condiciones de levantarse y deambular por el cuarto durante parte de la noche, así podía dormir de día sin hacer ruidos.

El veterinario tenía las llaves en su poder y nadie entraba. Solo al amanecer para llevarle el desayuno, y dejarle en libertad para que pudiera ir al baño y ducharse.

Durante la segunda semana, el contacto volvió trayendo una muda de ropa, Ludovico se había afeitado y se le notaba pálido y demacrado.

A la tercera semana, ya estuvo en condiciones de caminar erguido y volver solo en un vuelo de línea. Katya ya había partido ni bien él salió del estado crítico y le había precedido para reportarse con Russ Travison.

Esa mañana estaba haciendo antesala para ser recibido por el jefe. Sabía la andanada que le esperaba y estaba dispuesto a asumir su responsabilidad en lo sucedido.

Cuando Russ llegó, le hizo un gesto para que le siguiera a la oficina.

Se desplomó en la silla enfrente del escritorio. Apenas quedaba algo del vigoroso agente que llevaba a cabo las misiones del otro lado, sin errores en sus antecedentes.

—Antes que me digas nada —comenzó— asumo toda la responsabilidad por lo que sucedió, dijo con voz débil.

—Eso lo doy por descartado —afirmó Russ Travison con voz dura. Casi le ha costado la vida a tu equipo, Carbonell y esto hay que repararlo.

—Lo sé. Estoy dispuesto a renunciar, si es lo que has decidido. Así no le sirvo a nadie, me refiero a la falta de preparación de la última misión, ya sabes lo que pasó.

—En realidad no —dijo el jefe. Solo tengo la versión de Katya y ella no sabe por qué te hallaron en el estado en que estabas, así que allí entras tú, para echar luz sobre el asunto.

—La verdad, Russ, es que me contradije un par de veces. Fue muy notorio, y no pude hacer nada para evitarlo. Había bebido la noche anterior. Mucho.

— ¿Y se puede saber qué te llevó a hacer semejante imbecilidad?

—Había estado salvando una vez más a Delfina Lestard y me lie a golpes con el dueño del club donde ella había estado trabajando cuando no le quiso abonar el dinero que le debía.

— ¿Sabías que trabaja en un tugurio así? La mirada fija del jefe le taladró. Creí que estaba en tu casa, a salvo con el hijo del marido.

—En realidad, se marchó y cuando la estuve buscando, la encontré en un agujero lleno de traficantes, matones, gente peligrosa.

—Debiste informarme —le recriminó.

—Sí, pero no había terminado bien con ella, me comporté como un idiota, la humillé, la insulté, maldije por tener que rescatarla una y otra vez. Después me llamó para pedirme ayuda con el encargado del club, le obligué a pagarle lo que le debía, le pedí disculpas por lo que había pasado y me largué.

—Pues, ha desaparecido. Russ mantenía el rostro impávido y los ojos entrecerrados, antes de lanzarle una estocada  ¿Tuviste sexo con ella?

—Sí, una vez. Lo que dije, la humillé, la insulté, la traté peor que a una ramera y me dejé llevar por la furia. No la dejaron trabajar esa noche porque estaba magullada, mordida, arañada, la maltraté con una lujuria malsana para herirla, lo mío fue una venganza, en realidad. Ya ves, jefe, soy una maldita basura.

—Bueno, no puedo culparte del todo. Esa chica está loca por ti desde que tenía diez y seis años y jamás le demostraste ni siquiera un buen trato.

—Le echo la culpa a Ambrosio y ese ridículo compromiso que me hizo aceptar y perdí el gusto por mi trabajo, la sentí como una carga y creo que, en cierto momento, cuando se casó con Jerónimo, la odié. No voy a negarlo —suspiró, cansado.

—Ahora, te toca volver a encontrarla, y ponerla a buen resguardo a ella y al niño. Aprovecha el tiempo libre del que vas a disponer estos meses, para hallarla, reubicarla y cuando creamos que estás libre de tantas emociones y que podrás volver a tu trabajo de manera profesional, veremos. Te han estado por suspender y Katya te salvó el trasero. Ya puedes agradecerle a esa mujer. Más leal que una esposa de verdad.

Ludovico sonrió triste. Su imprudencia, lo que le generaba Delfina Lestard había sido inmanejable y le había llevado a hacer peligrar la vida de sus compañeros. Se sentía cada vez peor.

Hubiera preferido que Russ le exigiera la renuncia, le insultara y humillara, en vez de mostrarse tan comprensivo. Él no era así. Katya, se notaba, había hablado a su favor y seguro le había ablandado para que no fuera tan severo como lo hubiera sido en condiciones normales. Además, su recuperación no estaba completa. Se sentía fácilmente cansado, emocionalmente exhausto y estaba pensando seriamente en ponerse en las manos de un terapeuta del servicio que le ayudara en este trance, pero lo había descartado. No podía darse el lujo de exponer su debilidad con nadie que no fuera Russ o Katya. Eran casi su familia.

Esa noche, cenó con Katya. Hablaron hasta cerca de las tres de la mañana y ella se marchó. Cuando Ludovico estaba con ese estado de ánimo, no había inyección que le pusiera a salvo de los estragos de su conciencia y ella sabía, por experiencia propia que haría lo que sentía que tenía necesidad de hacer, con Russ o sin él.

—Sé que no he estado muy brillante —él la miró con cariño y pesar.

Ella le acarició la sien con el dorso de los dedos, como si se tratare de un niño que hay que consolar. Apreciaba las canas que parecían haber brotado en sus sienes a mayor velocidad en el último mes.

—Tómate tu tiempo, Carbonell —le dijo ella. No pretendas salir a buscarla para arreglar todo, porque no podrás con tu cuerpo así, maltrecho como estás.

—No sé por dónde he de empezar a buscar a esa mujer —se lamentó él. No sé si rastrear por las alcantarillas o los áticos de lujo. Ambas cosas, pueden irle bien —su tono era amargo y resentido ¿Te he pedido perdón por la última misión?

—Solo siete veces en esta última hora —sonrió ella, bebiendo su copa de vino.

Hicieron lo único que les faltaba para dejar de ser la pareja de ficción, solo por una noche. Hicieron el amor lentamente y con consideración y gentileza por parte de él, con paciencia, por parte de ella. Sus movimientos seguían los pasos que iba marcando el dolor de las recientes operaciones y no le exigió nada más que lo que él quiso o pudo darle.

—Quédate esta noche, Katya —susurró él algo adormilado.

—No, arruinaríamos la pareja que hacemos —rió ella. Espero que pronto regreses para representar nuestras farsas ante los malos —le dijo. Si hace falta, hablaré con Russ y si te entregas un poco con el loquero, seguro que te dejarán regresar. No estoy de acuerdo a ser la esposa de ningún otro. Ahora, son aficionados y antes de ejecutar a alguien, dudan y eso me pone muy nerviosa.

Estaban acostados uno al lado de la otra mirando el techo, conscientes del cuerpo de su compañero, noche de confidencias, había propuesto ella, después de cenar.

—Comienzo yo —Katya le miró divertida. Nuestro primer trabajo fue muy estresante ¿Sabes? Acababas de llegar reasignado y no sabía cómo te desempeñarías. El primero es el peor ¿No? Y te vi sacar las manos del bolsillo y acercarte a tomar la copa que el tipo te alcanzaba, mirándole a los ojos. Eso que nos recomiendan, no hacer jamás. Y cuando quise acordar, tomaste la copa, echaste el contenido en el fregadero, la lavaste y la dejaste secando boca abajo. Lo siguiente que noté es que tenías su cuello entre tus manos y con un brusco movimiento se lo quebraste, sin dejar de clavarle los ojos. Le pusiste en el suelo casi delicadamente, repasamos toda la escena y nos marchamos.

Sencillamente no había visto tal sangre fría, te juro. Y en ese momento, supe, que había encontrado la pareja ideal y… yo también hice algo que jamás debemos hacer… me enamoré de ti, Ludovico Carbonell. Hace siete años. Días y noches de esperas, sangre, traiciones, actuaciones y sabía que nada podía esperar de ti y eso hacía de nosotros una pareja imbatible.

Él suspiró y la abrazó un rato largo, besando su cabeza que olía a cítricos, cerrando los ojos.

No podía corresponderle con una frase similar. Le había hecho el amor con gentileza, podría decirse, pero, en el fondo sabía que era un hecho de reparación por el mal trabajo hecho, por temer que ella muriera por su culpa, el terror de percibir apenas que ella le estaba salvando, cuando irrumpió para rescatarle. Ahora, estaba en paz, o eso creía. Pero había agregado más dolor al interior de Katya, porque no podía decir que le amaba. Sencillamente, no sería verdad y entre ellos, jamás habría mentiras. Una vez que matas juntos, estás unido por lealtad y secretos más fuertes y poderosos que el amor. Algo que con Delfina, en cierto modo también tenía, al asesinar a Jerónimo, es como si estuviera en sus manos, y sin embargo confiaba en ella, su silencio y su lealtad. A Delfina, además, para su desgracia, la amaba, y sabía que así debía quedar, sin hablar de eso, nunca.

—Tu turno, te toca —le retó ella.

Él se apoyó en un codo mirándola y ella, entonces, lo supo.

—Sabes que no te amo, Katya, eso es así.

—Sí —ya sé. Lo que dije hace un rato, no implica reciprocidad.

—No, ya sé. Pero quiero disipar esperanzas, y hemos prometido decirnos la verdad siempre, costara lo que costara. Sabes que pongo y he puesto mi vida en tus manos y eso ni se discute. Pero, amor…

—Ya sé, estás muerto por la hija de Ambrosio.

—Desde que ella tenía diez y seis años, Katya. No soy un pervertido, así que jamás toqué el tema. La vi la noche que la conocí y supe que estaba entrando en el infierno en el que he vivido todos estos años. Quiero que me digas la verdad ¿Alguna vez el dolor se va?

—Nunca —sentenció ella. Deberemos seguir con eso. No impedirá que sigamos trabajando, una vez que superes aquello que te hizo emborracharte, ni que yo continúe encarnando a la fiel esposa, o a la zorra que sea necesario, pero, ambos sabemos que deberemos cargar con nuestro infierno particular, sin que nos impida hacer bien nuestro trabajo.

A continuación, él le describió la única noche que tuvo sexo con Delfina y en el estado deplorable en el que quedó ella, y que fue, en definitiva, la causa de la falla en su misión. La visión de su cuerpo lastimado, le paralizó y era lo que debía superar, si tenía una oportunidad de regresar al servicio activo.

—Imagínate, Katya. Látigos, en sus partes más sensibles, visibles o no, otros elementos que dejaron marcas sanguinolentas en tobillos y muñecas, en el cuello, en su interior, eso solo para que tengas idea del daño que quise infligirle.

— ¿Ella se defendió?

—No, para mi decepción, la maldita, me pedía más, que aumentara la intensidad del daño que estaba produciéndole y eso, aumentaba mi excitación también, y no podía pensar en detenerme. Y el momento en que debí culminar atendiendo a su placer, me retiré, para dejarle así, hecha un guiñapo, humillado y anhelante. Pero, había logrado que me suplicara que siguiera y allí me detuve. La dejé simplemente y arrojándole un puñado de billetes para el niño, me marché. Me comporté como un sádico, un ser abyecto que solo buscaba venganza.

—Fue consensuado, Ludovico.

—Sí, pero ella no esperaba el final, lo abrupto de él y mis motivos nos los había ni siquiera adivinado. Ella, lo hacía por atracción, no sé, pero yo, por ira, por venganza y necesidad de sentirme dueño, necesitaba sentir la sensación de control correr con mi sangre.

—Eso tendrás que verlo con el especialista ¿Te había pasado antes?

—Nunca volví a hacer nada de eso, ni antes ni después. Lo peor, Katya, es que… suspiró, jamás sentí nada parecido. Creo que podría haber culminado, matándola. Eso es lo que me obsesiona.

Katya guardó silencio. La mente humana, le merecía respeto y no se hubiera atrevido nunca a interpretar el mecanismo, aparentemente retorcido que albergaba este hombre en su interior.

Se había marchado después de besarle en la cabeza y apretado el hombro, sin decir nada más.

Al día siguiente, Carbonell, instalado en la oficina de Russ, se declaraba vencido en sus intentos de hallar a la hija de Ambrosio Lestard.

—Hablé con la directora del colegio de Piero, la casera, alguna compañera del Golf Fox y ya no tengo nada. Hasta Evelyn, se mostró desconcertada. Debemos dejar que pase un tiempo. Tal vez, se comunique contigo si se encuentra en apuros…

—Acordamos terminar con esto —Russ empleaba un tono enfático que no admitía réplica. Además, te estás salteando al casi principal protagonista de la biografía de Delfina.

—No te sigo.

—Creo que todavía tu cerebro no está trabajando a full, Carbonell. Piensa un poco.

— ¿Ambrosio?

—Exacto. Si mal no recuerdo, tenía una cabaña de pesca en Escocia, cerca de Inverness.

—Tienes razón, no estoy funcionando bien, últimamente —reconoció Carbonell, levantándose penosamente de su asiento. Estaba costándole recuperarse del intenso castigo recibido. Debía alegrarse, él que disfrutaba sufriendo y haciendo sufrir como oficio.

Dejó pasar un mes más aún para partir. Cinco meses, le parecía que era un momento adecuado para iniciar el viaje. Recién ahora, había recuperado la masa muscular que le caracterizaba y su aspecto recio y decidido. Por dentro… eso era otra cosa. Estaba muerto y no intentaba que fuera distinto.

En su todoterreno, partió lo más rápido que pudo y llegó en un par de días, casi sin dormir. Preguntando aquí y allá, pudo, por fin, ubicar la cabaña de Ambrosio. <<Delfina>>, rezaba el original cartel de la entrada.

Un niño alto, estaba jugando con un perro enorme, parecido al que él tenía en su casa. Piero. Había crecido en medio año como alguien que solo tiene que ocuparse de crecer, comer y jugar.

Se acercó a la entrada y el niño se detuvo, irguiéndose con cierta alarma pintada en su rostro, de expresión algo madura para su edad.

Después corrió a la casa gritando <<mamá>>. ´

Su voz, algo transformada en una especie de falsete, que anunciaba un cambio en ella, ya próximo, tuvo la virtud de reducir a un puño su estómago.

Delfina abrió la puerta y se quedó petrificada en la pequeña galería de la casa. De construcción rústica, se notaban recientes mejoras, lo que le permitió suponer que ella disponía de dinero para reparar y mejorar la construcción. Había que reconocer que Ambrosio, tampoco había podido dedicarse demasiado a mantenerla en buen estado, como no lo había hecho con la mujer que se iba acercando, cubierta con un saco grueso de lana. Atrás había quedado la adolescente de estilo gótico y la sexy joven esposa del mafioso o la burda bailarina del club Golf Fox.

Cuando estuvo a un par de metros, se detuvo y seria, le observó, con expresión desconfiada. Inconscientemente, cruzó el saco sobre su vientre, apretando los brazos contra él.

¿Qué demonios estaba escondiendo?

—La observó con estupor ¿Estás embarazada?

— ¿Tú que imaginas, Carbonell? ¿Acaso no hiciste un trabajo a conciencia la noche que estuvimos juntos?

Le franqueó la entrada que daba a un sendero pedregoso, en medio del páramo, azotado por el viento. El invierno y las nevadas se acercaban. La vida sería más difícil, en esas circunstancias.

Caminaron lentamente hacia la casa. Piero, seguía parado al lado de la puerta, sosteniendo al perrazo, con gesto adusto y el ceño fruncido. Seguro, ya sabría la clase de tipo que él era y lo que había hecho.

Ya en el interior, le hizo un gesto, indicándole un sofá y preparando café. Había una estufa de hierro que irradiaba un agradable calor. No había un solo detalle que no fuera de una practicidad absoluta. Sin ninguna clase de lujos, ambos, madre e hijo, parecían haberse adaptado a su nueva vida.

—Tengo que hablar, Delfina —susurró él. A solas, en lo posible.

—No —ella fue rotunda. Ya no hay nada que puedas decir que Piero ignore acerca de ti, de nosotros, de Russ, de su padre, de lo que haces. El niño, se mantenía en penumbras, siempre sosteniendo al perro.

—De acuerdo. Comenzó narrando la misión arruinada por su error, por la imagen que se había apoderado de su pensamiento, su borrachera, las incoherencias de su relato, los castigos corporales. No omitió nada. Ni el rescate de Katya, se levantó la camiseta y enseñó las terribles cicatrices, para bajarla rápidamente.

—Será un eterno recordatorio de mi torpeza y mi conducta miserable,  dijo, mientras sorbía su café.

— ¿Russ te envió a buscarme?

—Sí. Estoy fuera de órbita, hasta que me reincorporen, ya sabes, debo poner esto—se señaló con el índice la cabeza— en manos de un especialista. Pero, todavía no me decido. Me cuesta exponer mis asuntos delante de extraños, así pertenezcan al servicio.

— ¿A qué has venido, Ludovico?

—Estábamos preocupados…

—Russ, en todo caso —le corrigió ella. No quieras ahora cumplir como el buen soldado que eres, con un deber inexistente en tu conciencia.

—Yo… bueno, soy un hombre de acción, me cuesta exteriorizar ciertos sentimientos, de los buenos, obvio. Estoy familiarizado con los otros, ya sabes.

—Sé todo, y te conozco, como para reconocer, gracias a ti, la oscuridad cuando se aproxima. No temas, puedes marcharte tranquilo. Nadie va a reclamarte nada que hicimos de común acuerdo, señaló su abdomen, y dile a Russ que tengo un trabajo. Un buen trabajo, en <<Jultae>>, una empresa de sistemas. Hasta puedo trabajar desde casa, no me hace falta dinero y en cuanto a Piero, está yendo al colegio de la aldea próxima y está conforme, haciendo amigos nuevamente y <<Jerónimo>> dijo, dirigiendo su mirada al perro, se encarga de nuestra seguridad. Algo temblorosa, sonrió.

Ludovico reprimió el deseo de abrazarla. Se levantó para marcharse. Pero dándose la vuelta le miró fijamente.

—Le daré mi apellido —le dijo y no dejaré que les falte nada. Y…

—Te dije que no quiero nada más de tu persona —sostuvo ella, en tono sosegado. Y menos que mi hijo lleve tu apellido, vizconde. Te conozco, moverás cielo y tierra para obtener su custodia, si con eso, sabes que vas a disfrutar dañándome.

—Parece que en el pasado, solo he hecho las cosas mal para ti y no te he salvado en varias ocasiones —se notaba irritado.

—Sí que lo has hecho —intervino Piero— sus ojos relampagueaban. Mataste a mi papá, y tengo que darte las gracias. Si no lo hacías tú, lo hubiera hecho yo.

Ambos repararon que el niño se había acercado y se erguía, con el ceño fruncido. Le impartió una orden seca al perro que se echó en un rincón, atento.

—Me harté de verle golpear a mamá, y ella protegiéndome todo el tiempo para que no  lo hiciera conmigo también.

— ¡Piero, cállate! —le gritó ella. Él no tiene que ver con eso. Nunca lo ha sabido. No lo hizo para defendernos, solo seguía órdenes, querido. Si le hubiesen ordenado que nos…

Allí Ludovico saltó hacia adelante y le tapó la boca con la suya.

—Cállate, Delfina. No sabes nada, ni siquiera me conoces. O una parte, y nada más. No tienes derecho a hablar sobre lo que hubiera hecho o dejado de hacer. La volvió a besar, esta vez, suavemente. Le acarició la barriga, deteniéndose un rato.

—Cuando esté listo, me refiero a mí, regresaré. No te obligaré a marcharte y no tienes que volver a escapar. Estás en buenas manos, puedes estar orgullosa de Piero. Solo pido algo de tiempo, prométeme que no vas a volver a huir.

—Nada te obliga a regresar, Carbonell —le dijo ella, sosteniéndole la mirada. Eres un hombre libre y seguirás siéndolo. Solo te pido, que nos dejes tranquilos.

—Cuando regrese, no será por obligación, Delfina. Será porque quiero hacer las cosas bien.

—Sin errores —el sarcasmo en la voz de ella era notable. Como un buen soldado.

—No. Tengo pensado renunciar al servicio. No puedo hacer mi trabajo si siempre estás ocupando mi mente asociada a la culpa. Quiero que lo estés para todo,  lo bueno y lo no tanto.

—No creo que vaya a funcionar —ella no cejaba. No estás hecho para la vida doméstica.

— ¿Acaso sabes para qué estoy hecho? Porque yo, no. No, del todo y necesito averiguarlo.

— ¿Qué le informarás a Russ?

—Que has partido con rumbo desconocido. Lo dijo sin dudar.

Delfina no agregó una palabra y cerró la puerta detrás de sí.

Él había dejado en manos de Piero su número de celular. Era algo entre ellos, le cerró el puño alrededor del papel y lo mantuvo apretado unos segundos.

El niño hizo un gesto afirmativo con su cabeza, antes de correr hacia adentro.

Carbonell, se dirigió al pueblo más cercano, reservó una habitación en el hotel; necesitaba dormir una noche entera en una cama. Llevaba dos días al volante y quería una ducha, comida y ropa limpia.

A la mañana siguiente, averiguó dónde se hallaba la empresa Jultae, propiedad de Julius Servin, y pasó por la calle sin detenerse, rodeando el edificio de grandes proporciones que sobresalía en una pequeña ciudad como esa.

Luego, entró y se dirigió a la recepción. Eran poco más de las siete y, todavía,  el personal no había llegado a trabajar. Por internet había estado rastreando algunos datos que le impresionaron bastante bien. Parecían ser lo que decían. De todos modos, ya lo averiguaría en el servicio, sin decirle a Russ. Estaba yendo a trabajar, en tareas propias del oficio, pero sin viajar ni solo o acompañado. Cualquier plan que efectuase, sería sometido a un cuidadoso escrutiño para detectar errores, ahora más que nunca, en el pasado. No tenía una diana en la espalda, como se decía en la jerga, pero, había notado cierta reticencia en sus compañeros. Por eso, además, eligió ese momento para ausentarse a Escocia. Su hijo nacería allí, se sorprendió pensando. Jamás, en toda su maldita vida se había soñado en ese rol, <<padre>>, <<hijo>> y mucho menos <<esposa>>, eso ya era algo tan improbable o le imponía tanto terror, como volver al sitio donde le habían sorprendido en contradicciones. Eso… sería una ligazón de por vida… Aunque, pensaba, llevaba casi media vida vinculado a Delfina, con altibajos, ausencias, separaciones, desavenencias, acercamientos, obligados o no, esa había sido su existencia a lo largo del tiempo. Sexo ocasional con amigas, mujeres seguras, fuertes, que no pedían nada que sugiriera compromiso de ningún tipo y aceptaban gustosas lo que daban y recibían, sin llanto, reclamos o nostalgia.

Ahora, la idea que ella volviera a esfumarse, le dolía, otra clase de dolor, que se sumaba al de saberla imposible, por distinta, por inestable, por impulsiva, por impredecible…dudaba que un hijo propio, le dieran estabilidad o equilibrio, Delfina, cargaría un porta bebés y saldría disparada para seguir un ansia secreta que ni ella misma conocía hasta dónde era capaz de llevarle o, por el contrario, se atrincheraría en la cabaña de Ambrosio, impidiéndole todo contacto.

Tal vez, él se enteraría que había sido padre, si Piero le avisaba. Por otra parte, era algo deshonroso e impropio de un hombre de su educación, sus valores. Pero, no quería que fuera ese, el único motivo por el que acudiera a su lado, por deber, obligación, conciencia culpable. Eso no.

Creía amar a la madre del niño, claro. Pero, había sabido estar sin ella todo este tiempo, había sido testigo del sesgo que tomó su vida, estando a su lado solo por orden de su superior o por llamado de ella. Nunca, que recordara, había tenido iniciativa propia, e irrumpido, bueno, si descontaba esa noche…

Cuando llegó a la ciudad, fue derecho a su casa. Se bañó, cenó afuera, y se acostó a dormir pasada la medianoche.

Había estado tocando algo al estilo de Max Richter, obviamente que ni la mitad de bueno, se decía, pero le calmaba casi tanto como el whisky en soledad. No le alcanzaba, por supuesto, ni le ayudaba a poner en orden tanto cabo suelto que tenía en su mente, pero podía dormir sin pastillas.

Mantenía a raya su conciencia, y no era poco decir. Pero llegó a una conclusión: antes, solo los ramalazos de conciencia, los mordiscos del remordimiento tenían que ver con su trabajo, las víctimas colaterales. Ahora a eso, se le sumaba lo que estaba dejando de lado, como si no existiera. Recordó el odio de Delfina contra las postergaciones de su padre, y a pesar que Ambrosio, seguía sus pasos de lejos, no había podido ser suficiente para reemplazar a un padre presente en la vida solitaria de su hija. Preocuparse desde lejos, no alcanzaba remotamente, ni aún la asistencia económica. Eso podía hacerlo cualquier apoderado para tal fin. Un padre, era otra cosa. Alguien con quien discutir y a quien esconderle los novios furtivos. Pero, Delfina, no había tenido tal cosa. Solo dinero suficiente y un padre que se declaraba impotente de antemano para poder con la joven, sin haberlo intentado una vez, ya que la índole de su trabajo se encargaba de acaparar toda su atención y sus desvelos.

Decidió que él, no sería la réplica de Ambrosio. No le importaba si tenía que hacer el esfuerzo, pero no quería ser odiado o recordado con frialdad como el tipo que del otro extremo del mapa, les hacía llegar una asignación más que generosa, para acallar culpas, mientras buscaba refugio en brazos del mismo tipo de mujeres de siempre, sin compromisos ni preocupaciones. No iría a ver al especialista ni en sueños. Había decidido plantear él el tipo de trabajo que haría sin sentir que abandonaba el oficio al que amaba.

Russ Travison, le observó con sorpresa.

— ¿La has encontrado?

—Sigo en eso —contestó evasivo.

— ¿Qué sería <<eso>>? Esperaba impaciente, mientras se servía café.

—Vine a plantearte que tengo pensado abandonar el campo —le dijo despacio. Tengo suficiente experiencia y conocimiento de los lugares de cada enclave, de cualquier país del este, que se te ocurra, así como contactos a montones que he ido acumulando en estos años. Te propongo, ser un <<planificador>>. Conozco al dedillo las internas de las bandas, la dinámica de funcionamiento que tienen y la capacidad operativa con la que contamos, los colaboradores, los pasos fronterizos, lo que quieras. Si no fuera así, Katya, en condiciones normales, estaría detenida todavía, siendo interrogada y yo…ni hablemos.

Lo soltó de un tirón.

—Me llama la atención que te resignes a que tu última misión haya fracasado por tu culpa y dejar así como así, en vez de despedirte, por todo lo alto.

—Al contrario, me sentiré orgulloso de mi trabajo, si puedo cubrir de tal modo a nuestros agentes que, por más torpezas que cometan, en principio, cuenten con una red de protección, alternativas que nunca tuvimos con ella. Muchas veces, hemos quedado librados a nuestra capacidad de improvisar y eso es muy desgastante y se ha llevado la vida de muchos que no tenían que ver directamente con nuestro objetivo.

—Suena interesante y querría reflexionar al respecto—Russ asintió con la cabeza, pensativo. En lo personal, pienso dos cosas: primero, que la has hallado y para que deje de huir, te has alejado voluntariamente, porque lo que has visto, te ha dejado tranquilo. Segundo: quieres estar cerca de ellos, para evitar futuros desequilibrios y dejar de correr detrás y eso no se puede viajando continuamente. En lo profesional, pienso que psicológicamente, has llegado al final de tu vida útil como infiltrado y eso, lo sabes.

Ludovico se quedó callado unos instantes y llegó a la conclusión que a Russ no podía ocultarle casi nada. Le conocía demasiado.

—Está esperando un hijo mío, Russ. Se quedó con los ojos fijos en el rostro del veterano agente.

El otro que paseaba de lado a lado de la oficina, se sentó, luego de servirse otra taza de café.

—No quieres ser otro Ambrosio —me imagino.

—Puede, entre otras cosas.

— ¿Estás seguro que no te mueve la culpa, la compasión, el exceso de responsabilidad y esas cosas?

Iba al hueso, como siempre.

—Sí, todo eso, naturalmente, además de otras cosas que no me quedan claras aún, por lo que me mantendré a suficiente distancia como para no engañarnos. No pretendo jugar a la casita, Russ. Pero no quiero ser <<el hombre invisible>>. Algo intermedio, después nadie sabe qué pasaría.

— ¿Le reconocerás, me imagino?

—Ella no lo quiere así. Tiene miedo que plantee la tenencia si hace un tipo de vida…

— ¿Aceptarás eso?

—No sé. Creo que, al principio, respetaría lo que ella decidiera. Siento que tiene mayor derecho, por ser quien la habrá llevado todo este tiempo en su interior y…

—Esas son bobadas. Sin tu participación, ella no estaría llevando nada o sería de algún otro, en todo caso. Así que, algo que decir, tienes.

—Veré qué hago, Russ. Ahora mismo, no quiero presiones. No voy a echarme sobre los hombros, un peso que termine odiando por ser demasiado, cuando puedo hallar algo intermedio. Un régimen de visitas, algo así.

—Es buena idea. Al menos hasta ver cómo funcionan las cosas.

Asiente y sale de la oficina, con una promesa por parte de Russ y alguna expectativa de poder trasladarse cerca de Delfina.

Pero, las cosas, vuelven a torcerse una vez más, cuando la que está en apuros, es Katya, nada menos que entre los albaneses.

Su relevo masculino, había cometido la torpeza de demorar demasiado, antes de ultimar a un jefe de una organización mafiosa en expansión.

La experiencia, dictaba que si uno iba a matar… mataba. No se andaba con rodeos. Nada de diálogos cinematográficos, ni explicaciones, solo un tiro limpio, certero sin mediar palabra, en el caso que se decantara por usar un arma de fuego.

Esto, parecía que era lo que había sucedido con el desafortunado agente que, como él, había que extraer en mal estado. Pero, él iba por ella. El resto de otro equipo se encargaría del principiante.

La mujer estaba prácticamente sitiada en un hotel de mala muerte en un barrio periférico de la ciudad.

Le había costado lo suyo llegar hasta allí, sin el total convencimiento de Russ, que no le creía listo, pero él se sentía no solo en deuda, sino en plena forma para ejecutar a la banda entera, si fuera necesarios para salvar a su esposa de ficción durante siete años.

Permanecieron sentados en penumbras, esperando a que anocheciera, agazapados en un ático, a la espera que llegaran más hombres. Su contacto, solo había suministrado un viejo rifle de la guerra y la munición justa y un vehículo que pasaría a medianoche, a partir de entonces, pasaría cada dos horas hasta el amanecer. Luego, estarían librados a su suerte.

Ella había sido sorprendida por Ludovico entrando por la ventana, reptando por una cornisa endeble. Estaba echada en un camastro, a la espera de la caída del sol y sin apoyo externo, resignada para descargar las últimas tres balas cuando se abriera la puerta. En realidad, solo serían dos. La tercera, la reservaba para su propia cabeza; ya sabía lo que sucedería si la pescaban viva.

Tendría que volver a montarse todo de nuevo, mientras la malograda pareja salía de escena y entraba alguna otra cara desconocida. Mientras, la trata de chicas que iban y venían por las permeables fronteras, se incrementaba, con cada día que pasaba.

Carbonell, se recordó durante la espera, en una de las tantas escenas de rescate de Delfina, la adolescente, cuando hubo de concurrir hasta la casa de Ambrosio, en que ella, aprovechando que su padre estaba fuera, había organizado una fiesta por todo lo alto y molestando al vecindario por la música a fondo. Así, que él, hubo de acudir y echar a los chicos. Cuando se hubo marchado el último, ella la emprendió a los gritos contra él que se dispuso a marcharse, sin decir una sola palabra.

¿Qué harás? Gritó en medio del silencioso vecindario ¿Darme unas nalgadas? Te advierto que me gusta… Riendo, cerró la puerta.

Aturdido, él, un hombre adulto, azorado y avergonzado por una chiquilla, de diez y seis años, delante de los vecinos, que seguro, habían escuchado su voz, se metió en su auto, furioso, temblando de ira. Pero además, comprobó con horror, que estaba excitado. Se maldijo por eso. La odió y juró no poner un pie en esa casa nunca más. No quería cruzarse con esa niña encerrada en el cuerpo de una mujer, tan sensual como el pecado.

A la espera de la hora del encuentro convenido, habían estado así, sin decir palabra, cada cual abismado en lo propio, cuando la puerta se había abierto y el hombre que saltó adentro, fue degollado limpiamente por un Carbonell sosegado, y atento en evitar que el cuerpo sin vida cayese al suelo con estrépito.

Estaba ensangrentado en la cara, las manos y la ropa.

Katya, se levantó y le ayudó a lavarse lo mejor que pudo en el inmundo baño del cuarto aquel. Pronto, sin embargo, repararon que la sangre también manaba del costado de su cuerpo. Había habido un amago de defensa, claro, por parte del mafioso enemigo, pero no sintió nada. Solo ahora, descendidos los niveles de adrenalina, un dolor pulsátil, ardoroso y terebrante por momentos, le sacudía el costado.

—Evaluemos—le susurró a Katya, levantándose el sweater oscuro y roto por la cuchillada.

El tajo, si bien era profundo, no llegaba al celular profundo, pero necesitaría puntos que nadie podría darle.

Otra vez, a la calle, en ese estado no podría salir como si nada, embadurnado de sangre como estaba.

Ella fue hasta la cocina y estuvo revolviendo hasta encontrar unas tijeras y unos repasadores manchados pero lavados en un cajón que redujo a tiras. Unos diminutos sobres con un desinfectante en polvo que se apresuró a echar en la herida y un apretado vendaje alrededor de la cintura, es  todo lo que pudo hacer en ese momento.

—Busquemos si han dejado algo de ropa por ahí, le recomendó él que sentía mareos y las rodillas no le sostenían demasiado bien.

—Es raro que no haya nada —dijo ella. Por lo general siempre nos dejan algo, suspiró.

 Alumbró con la linterna el interior de un viejo armario hasta dar con un pantalón de pana marrón algo gastado que le iban bastante holgados, un saco de material parecido y nada más.

—Esto es mejor que nada, dijo Carbonell, haciendo el esfuerzo de quitarse su ropa manchada y embutirse en las otras.

—Me llama la atención que no hayan enviado a alguien más, dijo ella. Miraba, ansiosa a la puerta que había sido trabada como mejor pudieron.

—Fue solo una avanzada. Dejarán el grueso, para cuando intenten extraernos, así acaban con todos a la vez —razonó él. Por eso, hay que moverse, Katya. Estar en el área, pero hay que salir de aquí…

La puerta volvió a entreabrirse, cuando ambos se disponían a dejar el mal ventilado lugar.

Al rato, bajaron pegados a la pared de la escalera y salieron a la calle, helada y desierta.

Él miró el reloj. Sudaba por el dolor y sentía arcadas.

—Falta una hora todavía para la primera vuelta —susurró.

Caminaron un par de calles más por donde habría de pasar el vehículo extractor. Intentarían detenerle antes de llegar al sitio donde habían sido sorprendidos.

No había movimiento todavía, cuando faltaban diez minutos.

Luego, a la distancia observaron un par de luces que ascendían por la callejuela.

— ¿Cómo les reconoceremos?

Él negó con la cabeza. Por la oscuridad y las luces del vehículo, recién podrían, cuando lo tuvieran prácticamente encima, y sería casi imposible esquivar, en ese momento la ráfaga de balas, si eran del bando contrario. Aunque suponía que les querían vivos para que hablaran.

Sin avisar, él cruzó corriendo la calle.

—Si disparan o se bajan persiguiéndome, corre todo lo que puedas —le susurró, antes de iniciar su movimiento.

Katya, se quedó de piedra, pegada al resquicio de la puerta donde había permanecido hasta ese momento y no tuvo tiempo de decir nada. Le vio, aterrorizada, cómo saltaba delante del auto, pero este solo frenó y el contacto, milagrosamente se bajó de un salto y le zambulló adentro, luego, se detuvieron ante ella e hicieron otro tanto.

La herida de él, se había vuelto a abrir y de ella manaba sangre a más y mejor. Maldiciendo, Carbonell, se arrancó las vendas improvisadas y haciéndolas una especie de tapón, las mantuvo apretadas contra el costado.

—Tenemos a alguien más adelante para seguir hasta la frontera —dijo su contacto en mal inglés. El que manejaba, no había abierto la boca y solo se concentraba en la conducción del vetusto automóvil.

Les dio agua para ambos y Carbonell, reparó que estaba sediento y comenzaba a tener sueño.

—No te duermas —le advirtió Katya. Su mirada de preocupación era evidente.

Tomó los documentos de los dos.

—Tenemos que aparentar normalidad, y en ese estado, solo vas a despertar sospechas.

—Déjame dormir un rato —pidió él.

—No —terció el contacto. Si pasa a la inconsciencia, no podremos despertarlo antes del cruce. Aguante que falta poco.

Eso, se lo venían diciendo hacía un buen par de horas y él ya no se sentía capaz de seguir. Decidió que mantendría su mente despierta, pensando en su hijo. Si salía vivo de allí, no solo no regresaría jamás, ni siquiera por Katya, sino que se dedicaría a la familia que pudiera formar con la indomable e irreverente Delfina y allí se hizo el negro en su mente y se desmayó.

Los golpes en sus mejillas le sacaron de la inconsciencia.

—Ya casi llegamos —le urgió Katya.

En el puesto fronterizo, apenas les miraron. El dinero aprisionado entre las hojas de los pasaportes, eran el mejor salvoconducto. Mucho dinero en los cuatro documentos, equivalentes a varios sueldos de empleados mal dormidos y sobre todo, mal pagos.

Como sucediera en otras oportunidades, después de la ducha de agua casi helada, hasta que se ponía a tiritar, con la piel azulada y el pelo oscuro tapándole la frente, chorreando agua, le sometía al vigorizante masaje en su cuerpo desnudo y aterido. Las horas posteriores a cada trabajo que no salía bien, eran empleadas a fondo para ayudarle a recuperar la cordura que parecía escapar con cada espiración culposa. De allí, la piadosa inyección que le sumergía en el sueño hasta que podían traerlo a casa, despertarle y el psiquiatra se encargaba de su vapuleada conciencia. Esta vez, con solo siete puntos en su costado.

Katya, le miraba ahora, sentada a su lado, mientras fumaba sin parar. Ella también se sentía algo culpable, cuando le alertó de la mujer, no llegó a detener su trayectoria, solo a asistir en silencio, al tiro, que entre los ojos Ludovico le dio, sin inmutarse. Era la compañera del otro que había ingresado armado con el cuchillo y una pistola que no llegó a utilizar.

Pero, el derrumbe posterior era inevitable, cuando la adrenalina, cesaba de circular.

Hacía un mes que estaban escondidos, a la espera de estar en casa. Ser descubiertos, sería el fin de las misiones que habían neutralizado a varios grupos mafiosos.

Unas semanas después, Carbonell, se hallaba sentado en un bar frente a Sandra Figueroa, la amiga que mejor conocía la vida de Delfina, desde la secundaria.

 —Cuando teníamos esa edad, Delfina nos eclipsaba a todas. A su lado, parecíamos chicas <<carpinteras>>, planas como puertas y sin gracia. Jugaba con la mirada que despertaba en los hombres, y nosotras, nos moríamos de la envidia. Los profesores retrocedían ante su sola proximidad y su batir de pestañas, obteniendo notas más altas con menor esfuerzo. Una zorra —concluyó, suspirando.

—A Ambrosio, le mataron un tiempo después, y, supongo que tu amiga, continuó viviendo con su tía.

Sí. El último año de la preparatoria, terminó siendo expulsada, por volver a tener sexo con un compañero en los baños, y se graduó en otra institución. Después le perdí el rastro por un tiempo.

Detalles más, detalles menos, él conocía esos traspiés de la chica.

—En el interín, terminé mi entrenamiento en la academia y me enviaron en mis primeras misiones en el exterior. Estuve tres años sin pisar el país —recordó Ludovico.

Para entonces, se había operado en él, el cambio que vivir rodeado de peligro implica para cualquier persona. Se deshumanizó paulatinamente, perdió el miedo, y la hipervigilancia asumió el control, como la emoción predominante.

—Por ese tiempo, se casó con el dueño del astillero— continuó Sandra. No tuvo suerte y él murió en prisión por una estafa multimillonaria que le ha dejado en la ruina o algo así. Carbonell, omitió aclarar que era quien le había dejado viuda a Delfina.

—Eso lo sé, porque fui incluido en su caso, apenas regresé. Pidió otro café. Sandra no aceptó, a este paso detonaría.

—Luego, alguien, gracias a las deudas de él, mientras estaba preso y vivo, balearon su casa, y nos contrataron para su custodia—completó él. Ni bien la vi de nuevo, la reconocí, aunque, poco quedaba de esa chica difícil, rebelde y desafiante que recordaba. No puedo explicar qué fue reemplazado en ella. Tampoco entendía, por qué la viuda de un vulgar estafador, iba a necesitar custodia especial, pero, al parecer, el marido, había lavado dinero para la mafia y estaba pidiendo un trato para ser incluido en un programa de protección a testigos, que ahora se haría extensivo a ella o hasta encontrar una solución intermedia. Ese había sido el pacto original, pero cuando él murió, nuestra misión de protección fue desactivada. Pero para eso, ya había estado más de un mes junto a Delfina cuidándola. Creo, que todo se resume al comportamiento de una adolescente desvergonzada, acostumbrada a hacer lo que se le antojaba, manipulando a cualquier adulto en un radio de tres metros, debatiéndose entre extrañar y odiar a su padre, al mismo tiempo, supongo.

 Él no era un experto en psicología, pero había estado sometido en distintas terapias a lo largo de su extensa vida.

—Esto nos trae hasta aquí —Sandra le miró, algo intrigada.

—Sí. Me encontré con ella un par de veces más, por azar, en cercanías de su casa. Como dije, su marido había muerto y ella, estaba buscando empleo. Le di un par de contactos para que probara, pero halló algo que le gustó más, y para celebrar su contrato, me invitó a cenar. Seguimos viéndonos, parecía sentirse a gusto conmigo y yo, la verdad es que, a su lado, experimentaba cosas nuevas. Vivo rodeado de lujos, Sandra. Mi familia es una de las más ricas y poderosas del país y por mi parte, me he apartado de los negocios, al menos, mientras trabaje para el gobierno, pero los dividendos anuales, incrementan mi patrimonio de manera casi obscena cada año.

— ¿Y qué le vincula con ella, teniendo, como dicen las revistas, a las mujeres más bellas de la ciudad en cada evento en el que le fotografían?

—Hemos pasado por un poco de todo, en cierto momento, quise convencerle que quería conocerle de otra manera, algo diferente a las historias de mi pasado, pero, para eso, teníamos que pasar, tiempo juntos. —No tengo un trabajo como los demás, con horarios fijos, estoy siempre viajando, en fin que, lo más práctico era que se mudase a casa. Dormiría en un cuarto cualquiera de los diez que hay en mi casa, sin sexo, en esta etapa. Pareció aceptar  de buena gana, y se mudó. En una semana nos habremos visto tres veces. Nos cruzamos, a decir verdad, pero al menos podíamos desayunar juntos o contar algo en algún momento entre mi llegada y mi salida. Pero, en el curso de la semana, discutimos y se terminó marchando.

Él se encogió de hombros, esperando que <<su versión>> de la historia con Delfina Lestard, colara en la cabeza de su amiga. El hábito de mezclar mentiras con semi verdades, fechas, torcer tiempo y espacio a su favor, formaba parte de Carbonell. Por eso, la maraña que ahora aparentaba desenvolver para la mujer que tenía enfrente, parecía surtir efecto, si al final lograba lo que se proponía.

—No sé qué decirle, están en un verdadero embrollo. No puede quitársela de su cabeza y al mismo tiempo, sabe que no será posible que puedan estar bajo el mismo techo, sin destruirse mutuamente.

—No sé si puedo decir tanto ¿Cómo la convenzo que se deje llevar y traer, vivir con holgura y rodeada de objetos caros?

— ¿No estaba viviendo bajo su techo y no funcionó? Le diría que le dé tiempo para que reflexione. No sé si pueda hacerlo, pero, no le gusta sentirse humillada.

Puso sus ojos en blanco. Era un verdadero callejón sin salida.

—Entonces ¿Qué quería escuchar de mi boca? ¿Que ella me había confesado que le gusta? Eso, no lo haría ni bajo amenaza. Aunque sí puedo contarle algo que sucedió antes de ser expulsada. Una noche, salíamos de un bar adonde nos habíamos encontrado con otros chicos y nos separamos para tomar un taxi y volver a casa. Ella le nombró, estaba bastante ebria. Dijo que sabía que volverían a cruzarse, hasta el final de sus días, pero que eso, jamás sería duradero. Nunca más volvió a referirse a usted.

—Entiéndame, no estoy acostumbrado a tratar con mujeres así. Hasta ahora, siempre han sido fuertes, seguras de lo que querían, sin segundas intenciones, animadas por el deseo de pasarla bien y nada más, en la primera y única cita. Sería la primera vez que me acercaría a alguien con intenciones de conocerle, para luego, ver qué sucede ¿Tan difícil es de entender? Aunque si como dice, está convencida que ese será el destino de nuestra relación, poco puedo hacer al respecto.

—Bueno, que yo sepa, nadie conoce el destino —Sandra hizo una mueca. Son suposiciones, pero nadie sabe qué ha de suceder.

—No, para nada —Ludovico coincidió. Pero, creo que comparto con ella esa sensación.

 —Para mí, lo que dificulta todo, perdóneme que lo diga así, es su asqueroso dinero y la clase de vida que hace. Todo champagne, smokings, cruceros, viajes en jets privados, ropas de marca, reuniones con billonarios, fiestas que son solo para hacer negocios, y un trabajo que a nadie le queda claro muy bien qué es. No irá al cine, ni comerá un domingo carne sobre la parrilla, con amigos o irá al pub por una cerveza con  más amigos, después de ir a ver una película mala.

—Ya veo. Inclinó la cabeza, admitiéndolo.

—Acéptelo de una vez, Ludovico Carbonell, vizconde de no sé qué, su mundo es tan difícil que colisione con el de ella, como que yo me mude a París.

—Bien, ya lo he entendido y le agradezco por su tiempo.

Se retiró hacia atrás en la silla, pagó ambos cafés y salió, después de apretarle ligeramente un hombro.

 La chica, no podía creer que su idiota amiga tirara por la borda esta oportunidad de salir del agujero emocional que la viudez con un mafioso le había dejado, impidiéndole hasta comer, y trabajando por una miseria que le permitía pagar, apenas, la cuota del cuchitril que tenía por piso.

Carbonell había omitido darle detalles de su presencia en Escocia y mucho menos de su estado. Después, recordó, otra vez, que Delfina, según su amiga, venía perturbando hombres desde los catorce años, y le  agregó a él, en su colección, su última víctima.

En la mente de él, una idea se abría paso desde la noche que el psiquiatra había reducido la dosis de la medicación. Le dolía la vena por la que le habían administrado la poderosa sedación y ahora la habían reemplazado por comprimidos, que irían retirando, conforme se manifestara capaz de asumir el control de su vida. El psiquiatra era de la opinión que cuanto antes volviera al servicio activo, mejor sería. El mes de sanción disciplinaria, que todavía le faltaba cumplir, tendría que esperar.

Una mañana, Russ Travison, en persona, vino al refugio a comunicárselo.

—Ahora, no abuses de tu buena suerte. Creo que no volverás a arruinarlo con tu <<amiguita>>. Trata de mantenerte lejos de ella y deja que nosotros le vigilemos.

— ¿Y qué pasará con ella? La voz de tono frío e impersonal de Ludovico, contrastaba con lo que realmente sentía. Se había comportado como un cretino vengativo y ahora esa decisión, le pesaba.

Russ sonrió.

—Podrás instalarte cerca de ellos, como planteaste, pero seguirás trabajando como hasta ahora. Después de todo, no serás ni el primero ni el último que tiene una familia y un trabajo <<especial>>.

—Yo me comporté como un cabrón, Russ. Desaté su furia, sabiendo que tiene mal carácter y una pésima historia sobre sus hombros.

—Bueno, amigo, ya es demasiado tarde. Deberías saberlo, a estas alturas.

—Déjame hacerlo a mi manera —su voz sonaba sin inflexiones y de timbre casi metálico. Puedo ser un buen planificador —insistió.

—Te lo concedo, pero no lo jodas —la advertencia de Russ era algo más que un consejo. Era algo ominoso que quedó flotando en el aire, aun cuando ya se hallaba esperando el ascensor para ir hacia la cochera subterránea. Todavía sentía el cuerpo entumecido y los cardenales y moretones ocasionados por el vigoroso masaje de Katya en su cuerpo, estaba comenzando a aflorar. Se marcharía a Escocia.

Katya, esa noche, se quedó hasta después de que el último empleado de su sector, se hubiese marchado. Era viernes, y la premura por salir, los hacía indiferentes, la cabeza ya enfocada en el ansiado fin de semana.

Allí entró y febrilmente pulsó el botón del portón, que con un chirrido estremecedor comenzó a elevarse.

Le alcanzaron con treinta centímetros para salir rodando por la abertura, justo cuando, por el rabillo del ojo, vio que el tipo volvía corriendo. Se arrojó literalmente sobre lo que fuera que había del otro lado, y rebotó en la rampa de cemento de acceso.

Se enderezó enseguida, se trepó a la barandilla y se dejó caer al otro lado, los tres metros que la separaban del suelo de tierra.

Sintió un dolor en un hombro y pensó que se lo había dislocado. Era tan agudo el dolor que se quedó un par de segundos sin resuello. Luego agachada, comenzó a correr zigzagueando entre los arbustos que rodeaban el edificio, procurando tener la cabeza lo más gacha posible, protegida por el gorro de lana negro que había tenido la precaución de utilizar en todo momento.

Dobló la esquina cuando escuchó el estridente sonido de la alarma. Corrió a toda velocidad, ignorando el brazo, que colgaba, inerte a un costado de su cuerpo.

Siguió corriendo por la ciudad vacía y fría, hasta que se incorporó, se metió en un callejón, se despojó de su sweater de lana y quedándose en camisa y pantalones de oficina, se quitó el gorro y surgió por el otro extremo del callejón. Caminó unas diez cuadras, sin girarse, como si paseara. Pasó por un parque, se sentó un rato y evaluó los daños.

El brazo inutilizado, cada minuto dolía más, arrancó sus medias desgarradas, compuso su cabello, palpó sus bolsillos y aparecieron algunos billetes. Así que se levantó de su asiento y aguardó un taxi. Su reloj, marcaba las cuatro. Al final de la calle, dobló un taxi y se detuvo cuando hizo el gesto. Le indicó la dirección y se desplomó en el asiento.

Cerró los ojos, pero el maldito dolor en el hombro, arreció en forma pulsátil. Alguien debía acomodárselo y sin anestesia, temió. No podía ir a un hospital y decir que le habían robado. La policía intervendría y allí acabaría todo.

Eso fue lo que le decidió a cambiar de idea e indicarle al chofer un giro y volver para dirigirse al otro extremo de la ciudad.

Al cabo de media hora, el taxi se detuvo en la entrada y ella se apeó, después de pagarle.

Caminó por el sendero flanqueado por árboles centenarios, las estatuas escondidas, las cámaras vigilantes, pero no le importaba.

Desde adentro, seguramente ya estarían enterados de su llegada.

Tocó el timbre del portal y cuando el anciano apenas arreglado, le abrió la puerta, pidió hablar con el vizconde y se desmayó.

Despertó en una cama ancha y con dosel. Hospital no era, reflexionó. No tenía olor a tal.

A su lado, en una butaca, las piernas desparramadas de cualquier forma, Ludovico dormía, la cabeza inclinada sobre el pecho. Él no se hallaba en mejor forma que ella. Lo vio levantarse y acercarse, haciendo un gesto de dolor, algo inclinado para un costado. Parecía un anciano enfermo, por la forma de moverse. Haciendo un esfuerzo le sonrió.

—Vaya par —susurró él.

—Yo no… ella cerró los ojos, no hice nada. No pude. Solo puse otro archivo dentro y si todo va bien, aparecerán otros datos. Has perdido la ocasión de hacerte famoso —bromeó. Sintió náuseas y se llevó la mano al hombro vendado.

—Al doctor Spector, le costó reducirlo y acomodarlo. Ahora, descansa.

—Sé que vas a matarme de todas formas —ella sonrió tristemente. Son tus órdenes. Pero, quería que supieras, que podrás seguir viajando y haciendo lo que siempre has hecho. En el archivo que robé, no figuran ni tu nombre ni tu foto. Eso te lo debía. Han sido años de ser tu esposa de ficción y eso de ser doble agente, es bastante desgastante, aprovecha y hazlo mientras duermo, porque tu doctor me ha dado algo que…

Cayó en un sueño comatoso del que no saldría.

Pero él se hallaba en la central, había discutido con Russ durante una buena media hora, y, en ese momento, con un equipo de informáticos, trataba de franquear el equipo que albergaba el archivo robado. Ella le había facilitado todas las contraseñas y cada una de las capas, que tendría que atravesar para llegar al núcleo del programa rector. La idea de Ludovico era que ella, el topo,  no era la única seleccionada para develar la identidad de él y su grupo. Tal vez, de entrada había sido un señuelo y el verdadero archivo ya se encontraba en otro equipo en cualquier parte del mundo. De ser así, varios años de trabajo se perjudicarían y las demoras, pondrían en peligro a muchos cientos de víctimas potenciales. Para ser sincero, había comenzado a sospechar de ella en el último rescate que, el azar, le puso en contacto con Katya. No era lógico que los enemigos ingresaran al refugio abriendo la puerta y saltando adentro. Si lo habían hecho así, era porque adentro, Katya esperaba su rescate. Algo en la actitud de ella, demasiado expectante, algo nerviosa, le indicó que había cosas fuera de lugar. Sus alertas, no le habían traicionado, después de todo.

—Carbonell, incluía entre sus sospechas, hechos aislados, como aquellos en que una serie de misiones bien planeadas, habían fracasado unas detrás de otras. Tenía que haber, por fuerza, una pieza faltante muy cerca, siempre yendo un paso por delante.

<<No todo es lo que parece>>, pensó.

—Dime por qué, un soldado leal, de repente se vuelve un traidor —le dijo a Russ. Me han dejado ir y nadie me ha dado una explicación, en todo el maldito este. Tenía señales de cansancio y, ahora, se veían las líneas de expresión de aquel rostro impasible y atento.

—Ambrosio fue quien diseñó el <<Operativo Pegasso>>,  comenzó su jefe. Tú fuiste Pegasso, el primer caballo, que fue introducido entre los dioses. Sería el portavoz de la muerte y la justicia; la encarnación del mito. Una comisura se desvió con amargo desdén. Aceptaste ser ese primer caballo, y por años, he logrado introducirte en círculos prohibidos, bajo diferentes cuberturas. Identidades que te relacionaban con traficante de armas, principalmente, precios tentadores y las muestras que les dejabas, de inobjetable calidad. Pero, de un tiempo a esta parte, las cosas, comenzaron a torcerse, se complicaban. La primera vez, hará siete u ocho meses, nuestro contacto se equivocó y fue en mal momento, y el objetivo estaba muy acompañado. Casi te matan y todo se habría ido al garete si no hubieras liquidado a todos los que allí se encontraban. Los jefes, le desplazaron a otro destino, y en la siguiente, casi mueres, cuando estaban esperándote. Jamás hay que dejar cabos sueltos. Pero, te pusieron un niño como de un siete u ocho años en el camino y no pudiste dispararle. Era pura sorpresa y miedo, imagino. Te escurriste, en medio de la noche, después de abatir a ambos padres y sus guardaespaldas. En total, siete personas. Al regresar, estabas lleno de furia y propusiste romper a Pegasso, anularle, pero, me opuse y el jefe y el jefe del jefe. Decidieron <<congelarte>> durante un tiempo. Hasta que, un día, decidí acercarme a alguien que toda tu vida estuvo cerca de ti, se dice amiga y confiesa amarte, supongo y le he escuchado comentarios elogiosos de tu persona. Eso lo descubrí cuando todo se iniciaba y estaba dando palos en la oscuridad. Pero, pude sospechar yo también que, bajo la cubierta de la amiga siempre presente, había puesto unas <<cargas explosivas >>.  Por mi cuenta, he dispuesto que la sigan, y poniendo un pendrive sobre la mesa, él se levantó, después de anunciarle: <<cuando lo veas, avísame qué piensas>>.

Él lo vio esa misma noche. Katya, imaginó que, con sus problemas con Delfina Lestard y las heridas recibidas, no se había percatado de ello antes. No contó con que él intentaría ayudarla a escapar. Estaba convencida que no iban a volver a verse nunca más.

Y ahí estaba, reunida con uno de los jefes del este. Una y otra vez, entrando y saliendo de los clubes que regenteaban. Las piezas faltantes.

Intentó averiguar qué sentía cuando ella murió, en su casa, adonde había ido a refugiarse por última vez, y no encontró nada en su interior que le indicara que había algo diferente a la decepción. Estaba dolido por la traición y el engaño de ella, pero estaba más enojado aún, por su propia ceguera de no haberla detectado antes. Siempre la había considerado una de los suyos, fuera de toda cuestión y todo ese tiempo había estado pasando información para ambos bandos. Suspiró cansado. Esto tardaría en cicatrizar, más que ninguna herida que hubiera recibido antes. Solo dolía.

Pasó por Sandra Figueroa una mañana bien temprano y partieron rumbo a Escocia.

Esperaba que Piero no le hubiera fallado y que, en caso de querer irse, le hubiera avisado. No tenía plan B.

Tendrían mucho que hablar, si lograban encontrarse. Para ello, contaba con Sandra que cubriría los huecos biográficos. Lo que no podría decirle, se lo callaría para siempre, aquello de lo que se avergonzaba, pero eran cosas de su profesión, no agregaría ni quitaría nada a lo que esperaba fuera su relación. Aun así, no confiaba en sí mismo, no, todavía. Era un hombre roto, en muchos sentidos y ella lo sabía, aunque no había mostrado indicios de entender eso. La imagen de su padre, pesaba demasiado en sus ideas. Vivir con un tipo semejante, no era lo que precisaba, por eso, él, tenía intenciones de cambiar eso, si le dejaba.

Tres días después, se detenían frente a la cabaña de Ambrosio.

No había nadie, así que por la hora, supusieron que, tanto Piero como Delfina, estarían fuera en su escuela y trabajando, respectivamente.

Esperaron en un bar cercano hasta la hora que consideraron que estarían ambos de regreso. Por las dudas, él no había querido reservar en el hotel más de una sola noche, por las dudas, tuvieran que regresar sin nada.

Pero, las luces de la cabaña, estaban encendidas, para cuando llegaron.

Grande fue la sorpresa de Delfina, cuando los vio de pie, junto a su puerta.

— ¡Has vuelto! Gritó Piero, parándose al lado de Carbonell, que pasó un brazo alrededor de sus hombros. El niño, alcanzaba esa altura y se erguía enderezándose y sonriendo, confiado, aunque serio, clavaba sus ojos marrones en su rostro impávido.

—He tenido más problemas de los que esperaba —confesó Carbonell.

Sandra abrazaba a Delfina, que le miraba sorprendida, con ojos húmedos.

—Ustedes dos, afirmó Sandra, tendrán que hablar y nosotros —dijo, dirigiéndose a Piero—les daremos tiempo ¿Te parece bien que demos una vuelta aunque esté un poco oscuro?

Él miró a su madre, que asintió.

Luego de andar un rato, en el que Piero le enseñó el lugar, Sandra, fue a sentarse al auto con él y puso música y siguieron charlando.

Cuando, el otro par se quedó a solas, ambos, se sintieron incómodos. Él no sabía por dónde empezar, pero, le pareció adecuado, darle alguna idea de su inesperada misión de rescate de su esposa de ficción, que, a la postre, había resultado una doble agente, pero que había salvado su vida y luego muriendo en el intento. Se ahorró la verdad que ningún bien le haría a su trayectoria.

Quiso saber cómo se encontraba ella y a su turno, Ludovico, tuvo más cicatrices que enseñarle de su colección. Le contó sobre su propuesta de trabajo a Russ y después terminó de redondear con la idea final.

—Quiero estar ahí cuando nazca el niño —afirmó. Estaré presente, ya lo he dicho. Así que, pensé, en principio, alquilar alguna propiedad, para estar cerca, pero no juntos. No quiero engañarme ni hacerlo contigo. No sé si esté listo algún día, para convivir y prefiero hacerlo así, de  a poco.

—Iba a proponerte otro tanto —le dijo ella, suavemente, sirviéndole café.

— ¿Para cuándo crees que será el parto?

—En menos de un mes, creo.

—Perfecto. Eso me dará tiempo para encontrar alguna casa apropiada para que Piero pase algún tiempo conmigo también, en tu presencia, claro. También, podrán pernoctar en cuartos separados como si fuera un hotel y eso nos dará tiempo y espacio para observar qué pasa. Tengo mucho por lo que ser disculpado, agregó.

—Por empezar, cómo fue concebido —la voz de ella sonaba dura.

—Sí, estoy completamente de acuerdo. Estoy roto de varias formas, en mi cabeza, digo. Tal vez, haya por aquí, alguien que pueda ayudarme con eso. No había tiempo para iniciar terapia con un especialista del servicio, antes que naciera el bebé, por eso, lo postergué. Podré ver cómo cuento algo, sin comprometer la seguridad, sabes.

—No creo que sirva —afirmó ella. Luego que nazca el niño, te irás y te pondrás en manos de uno de los de ustedes, en profundidad. Sacarás todo fuera, hasta volver a armarte. Recién entonces, regresarás aquí. A la casa que rentes. —Prometo no irme a ninguna parte. Pero, es mi última palabra. Verás qué haces con el tren de vida que acostumbras a llevar, entre tus misiones, tu asqueroso dinero que todo cree comprarlo, tus fiestas y tus mujeres. Si no estás dispuesto a pasar de ello, puedes irte olvidando de volver. Una última cosa, el niño, llevará mi apellido hasta que no me lo des a mí también. Eso, es definitivo. Te firmaré todos los prenupciales que quieras. Si no, le dejas mi apellido que es bastante para ser llevado y le visitas, si es que alguna vez sientes curiosidad y a Piero también. Después de todo, es huérfano por tu culpa.

Adelantó el mentón, resuelta.

— ¿Has trabajado hasta ahora? Se asombró él, para aliviar la tensión reinante.

—Sí, preferí hacerlo de esta manera, así después tengo más tiempo para estar con él. Pero no he escuchado nada que indique que hayas escuchado algo de lo que dije antes.

—Bueno, si todo va bien aquí, me internaré en un hospital psiquiátrico, si hace falta.

La puerta se abrió y un Piero radiante, con su cara roja, hizo su entrada sosteniendo un animal muerto.

—Atrapé la cena—anunció—levantando un conejo. Tenía un rifle escondido en un refugio de caza y quiso mostrarle a Sandra sus habilidades como tirador.

Esa noche, cenaron todos juntos y a medianoche, Sandra se quedó a dormir en lo de su amiga, mientras que Carbonell, se dirigía al hotel, en busca de una habitación.

Pensaba quedarse un par de días, a más tardar, y regresaría con o sin Sandra, para retornar el día del parto o como fuera. No tenía idea cómo serían esas instancias.

Pero, la niña, tenía otros planes cuando esa madrugada, Delfina Lestard, rompió bolsa.

La casa fue un caos y Sandra llevó a su amiga al hospital, mientras avisaba a Carbonell.

El parto, fue laborioso y la bebé era bastante grande. Su madre quedó agotada, pero tranquila cuando la colocaron sobre su pecho. Se había adelantado y le hicieron varios controles, y aunque respiraba bien y sus estudios fueron normales, prefirieron dejarla en observación, en una unidad especial de Neonatología.

Carbonell, cuando vio a su hija, no sintió algo especial, ya que era un hombre acostumbrado a esconder y reprimir sus sentimientos, de <<los buenos>>, como él los llamaba. De todas formas, estuvo presente en el parto y luego sostuvo a su pequeña hija que sintió liviana y frágil, así que, ni bien pudo, la devolvió a los brazos de su madre.

Tres días después, luego de instalar a madre e hija en su casa, en compañía de Sandra, él volvió a partir y su amiga, lo haría también, ni bien Delfina se sintiera repuesta como para quedarse nuevamente sola.

Acudieron algunos amigos y compañeros de oficina que había hecho en ese tiempo, conocieron al extraño padre, que rehuía algo avergonzado, el contacto humano, tratando de disimular el solapado temor que les inspiraba aquel hombre rudo, de mirada torva y de aspecto desconfiado que no alentaba el menor contacto humano, aunque parecía haber establecido una muy buena relación con el hijo adoptivo de Delfina.

En realidad, poco o nada sabían de su existencia. Algo había deslizado ella sobre sus frecuentes ausencias y observaban, no sin cierta sorpresa, la falta de contacto que había entre la pareja.

Mantuvieron poco trato durante un par de meses. Por Sandra, él se enteraba de los progresos de la niña y había enviado una considerable suma de dinero para asegurar el bienestar de toda la familia, que ahora parecía haber quedado casi por completo a su cargo, si bien Delfina tenía sus beneficios, gracias al empleo que aún conservaba.

Al cabo del tercer mes, Carbonell apareció, para comenzar a instalarse en una casa que había bastante cerca, en un barrio residencial.

Cuando Delfina y los niños fueron, él se había esmerado en amoblarla para albergarlos.

El niño estaba deslumbrado por el tamaño de la propiedad. Poseía varias habitaciones y un enorme jardín.

—En realidad, la he comprado—admitió. No sé cómo resultará esto, pero, de todos modos es un sitio que tiene muy buen valor de re venta y…

Ella le tendió a su hija dormida.

Por primera vez, la sintió algo así como una pequeña persona, alguien con identidad propia y que parecía habitar el mundo particular de los niños dormidos, cuando son tan pequeños. Seria para dormir, premiaba a su madre con  miradas profundas de sus ojos grises, fijos en ella, cuando la amamantaba.

Él respetaba esos momentos de privacidad, que le parecían casi religiosos y se iba con Piero al comedor a al dormitorio del niño e intentaba ayudarle con la tarea escolar. Sus movimientos, en ese sentido eran torpes y hubieran enternecido a cualquier mujer que no fuera Delfina Lestard, quien estaba, emocionalmente, mucho más allá de una simple y tierna sonrisa, si la situación hubiese sido otra. Estaba asustada, preocupada, abrumada, por el enorme peso que suponía haberse echado sobre los hombros en menos de dos años y extrañaba su vida libre y despreocupada, la de la adolescente dark, que tan rápido había pasado, antes de tropezarse con aquel <<ser oscuro>>, como aún llamaba a Carbonell. Él era el verdadero <<dark>> en esa historia.

Pasados tres meses, dejó de alimentar a la pequeña y pasó a las fórmulas que le dio el pediatra. Se sentía mejor, habiendo vuelto a su trabajo, un par de meses atrás y dejando su leche almacenada en botellas en el refrigerador.

Consiguió una mujer de la ciudad, que estaba acostumbrada a cuidar niños pequeños y en la casa, cuando estaban todos juntos, Carbonell, se las ingeniaba con ambos niños.

Estaba en contacto con el terapeuta por Skype dos veces por semana, y no parecía añorar nada.

De todas maneras, en las últimas dos semanas, no podía evitar mirar a la mujer con la expresión de alguien que tiene cosas pendientes.

Pensó que podría invitarla a cenar, como en una cita, para tantear el terreno, pero ella arguyó estar muy cansada y lo pospusieron para otra oportunidad.

Una tarde soleada de domingo, ella salió con la niña en el cochecito a dar un paseo por los alrededores y él pidió acompañarlos.

Hablaron quedamente ya que Piero era de la partida y desde hacía algunos días, la pareja había comenzado a cuchichear a sus espaldas.

Luego, una noche, el niño los sorprendió besándose, y parecieron incómodos, al sentirse sorprendidos.

Otra noche, él se despertó porque su hermana había comenzado a llorar y Delfina salió cubriéndose con una bata, del dormitorio de Carbonell.

Piero rió por lo bajo. Esperaba que esos dos, pudieran con ello.

El día del paseo, ellos iban ligeramente delante de él.

—Creo que el tiempo  ha mejorado y la primavera llegó para quedarse —afirmó Delfina. Ahora Kendra, podrá tomar el sol algunos minutos, porque es tan blanca…

— ¿Dijiste Kendra? Carbonell la miró serio, el ceño fruncido.

—Sí ¿Por qué?

—Pensé que me consultarías antes de ponerle a la hija de ambos, digo. La ironía se desprendía de su voz.

—La anoté con mi apellido, como te dije y me pareció natural elegir su nombre ¿Tienes algún problema con eso? Además ¿En este tiempo no se te ocurrió que algún nombre tendría?

—Y… me hubiera gustado que me preguntaras, aunque fuera por Skype, mientras estaba cumpliendo las pautas de tratamiento que nos comprometimos y… en realidad… pensaba que, como es tan pequeña y no entiende, no haría daño que aún no tuviera nombre. Son cosas que pueden tomar su tiempo…

—Bueno, vizconde, ahora ya está y es un hecho. Ella sonreía, con gesto travieso.

—Ese es otro tema que debemos discutir, Delfina —le dijo él. Mi título es hereditario. Cambiará cuando mi padre muera y el mío, pasará a mi hija pero, solo si tiene mi apellido. Viene acompañado de ciertos privilegios y posesiones que no vienen al caso ahora y habrá que discutir en su momento. Obviamente, si estamos vivos en ese orden para eso.

—Bueno, ahora que no andas matando gente por ahí, que estás yendo a hacer las compras y cambias pañales… no tengo nada que objetar. Nunca te lo tomaste en serio eso del título.

—No, hasta ahora. Hay cosas que han cambiado, que han salido de adentro y otras que jamás lo harán. Además, entre todo lo nuevo que hago… te faltó —afirmó él—la de hacer sentir cosas a su madre que le debía y otras que no tanto. Le afirmó por la cintura con brusquedad.

—Ah, es verdad. Eso también.

Piero elevó los ojos al cielo. La relación entre sus padres, había cambiado. Ahora, salían de noche, dejándole con la mujer que cuidaba a Kendra, que no parecía tener problemas con eso.

Otras veces iban todos juntos a la ciudad, donde Carbonell parecía que tenía que dar cuenta de ciertas cosas e impartir ciertos cursos presenciales a aspirantes a agentes. Entonces, se quedaban en la gran casa de él, donde recordaba lo enorme que le había parecido la primera vez que había ido con su madre y aún seguía pareciéndole imponente.

Ambos, hablaron de trasladarse en vacaciones y probar cómo sentaba la ciudad a los niños. Si decidían mudarse nuevamente, él cambiaría a su antigua escuela y no tenía problemas con eso, volvería a encontrarse con sus amigos y la perspectiva le entusiasmaba.

Delfina pidió el traslado a <<Jultae>> de Londres, y una tarde, Carbonell, llegó con papeles para que ella firmara.

Piero había entendido que se casarían pronto, que Kendra, cambiaría su apellido y que, Carbonell, le había preguntado a él, si quería ser su hijo adoptivo. El chico, no dudó un instante y Carbonell, sería en poco tiempo su nuevo apellido también.

Las cosas pasaban como planeadas por una mente especial, no dando tiempo para reflexionar demasiado, de lo bien que encajaba cada pieza de aquel rompecabezas.

Carbonell tenía su oficina, por fin, había recalado en un escritorio, y ya iba siendo tiempo de terminar allí, se decía. Aunque, esporádicamente, hacía un viaje <<de bautismo>> con algún agente destacado en el este, al que había que orientar un poco. Pero, ahora, él permanecía al margen del operativo en sí.

Los reencuentros con Delfina eran épicos, hasta donde él sintiera y ella, de a poco, había ido perdiendo sus reticencias, y aprendido a confiar en él. No recelaba tanto de la gente rica que frecuentaba su casa, ni de las mujeres que buscaban con la mirada al ex soltero que ahora era su marido, y que parecía no tener ojos más que para una siempre adolescente de mirada turbia y aspecto terriblemente sexy que ahora, esperaba su segundo hijo.

Una tarde, Kendra, recibió de regalo un pony, en su cumpleaños número dos. Estaba radiante y en la propiedad de Carbonell, había sitio suficiente para colocarle en un  amplio cobertizo. Si las autoridades, se ponían exigentes, ya se vería de trasladar al pequeño animal a la cabaña del abuelo Ambrosio.

— ¿Cómo le pondremos? Carbonell miró a Kendra, su réplica en miniatura femenina.

Pegasso. La voz de la niña sonó clara y suave. Él me lo dijo, señaló al caballito.

Carbonell tragó saliva, sonriendo apenas.