Delfina
Lestard y Ludovico Carbonell, se habían conocido por casualidad, o no tanto.
—Bueno,
esa es mi propuesta y mi pedido, Ludovico.
Ambrosio
Lestard, padre de la chica y jefe del susodicho Carbonell, fue el que manipuló
los hilos tan admirablemente, que casi una década después, ellos siguieron
teniendo contacto en sus roles de <<protector>> y,
<<protegida>>, con los matices, que la vida fue teniendo, así como
sus misteriosos rumbos y designios.
Ambrosio
Lestard se reclinó hacia atrás en el sofá y bebió del vaso de bourbon,
aguardando.
—Me está
tentando, a decir verdad. El joven estaba sopesando los pros y los contras, de
transformarse en el <<infiltrado de oro>> detrás de las líneas
enemigas, un agente de elite, sin hacer escalas previas por ningún escritorio
que le viera languidecer un día sí y otro también, hasta estar, tan oxidado que
el retiro fuera el paso natural hacia el olvido.
Pero, el
precio para obtener esa recompensa, no era poco. Un precio que se estiraría por
décadas, se temía, porque, a la vez, transformarse en el custodio a distancia
de la única hija de Ambrosio, era una tarea titánica, sobre todo, si se tenía
en cuenta, que su padre, no había podido con ella en sus diez y seis años, y
ahora, sus días, estaban contados.
—Delfina
irá a vivir con una hermana de la madre —le aseguró Ambrosio. No quiere ni oír
hablar de ello, pero, no hay más familiares que puedan encargarse. Lo único que
tendrás que hacer es, asegurarte que no ande en malas compañías, que estudie,
que no se meta con la gente equivocada, en fin, como si de un padre se tratase.
—Por lo
que tengo entendido, Ambrosio, a tu hija acaban de expulsarla de la escuela,
por tener sexo en los baños con el <<chico malo del colegio>>. Los
adolescentes, pueden ser casi tan peligrosos como un terrorista. Con éstos, no
tengo dudas cómo actuar y normalmente es mi trabajo, en cambio con una niñita
rebelde… de boca tan floja y sucia y, no te ofendas, pero sus mismas compañeras
le rehúyen, no tengo idea de cómo disuadirla.
—Lo sé
todo. Pero, mientras tú estés de viaje, Evelyn, su tía, se hará cargo, pero ya
no es tan joven como para quedarse hasta las tantas despierta esperando que
llegue en una pieza, así sea en el asiento de un patrullero. Suspiró. No la
culpo, ella se quedó huérfana a los cinco años y yo no he estado presente en su
vida como ella me necesitaba y me refugié en mi trabajo, eso te lo he dicho y
lo he hablado con ella, pero ahora, las lamentaciones no tienen sentido. A
cambio, serás <<el hombre>> del otro lado y tendrás prioridad en todo
lo que requieras. Los jefes están decididos a achicar la brecha entre los
carteles, las mafias y la ley. Jamás van a desaparecer, pero restaurar el
equilibrio, dependerá de ti y el equipo humano que requieras, así como el
soporte tecnológico que pidas, sin límite. Me aseguré de tener este compromiso
debidamente guardado y registrado, para que, cuando yo desaparezca, (hizo un
gesto de dolor), el acuerdo siga en pie y <<Pegasso>> continúe
operativo.
—
¿Pegasso?
—El
caballo que fue quien llegó primero a los dioses, así, serás nuestro primer
envío para que permanezcas entre ellos, nuestros enemigos. Un nuevo planteo
para un infiltrado. Por años, si fuera necesario.
—Deme
dos días para meditarlo.
—No
mucho más, hijo. Esto se está poniendo difícil, se señaló el cuerpo magro,
emaciado, con un gesto vago. Y quiero hacerlo a mi modo.
Durante
esa próxima semana, sería hospitalizado, aunque eso, suponía un desarreglo en
sus planes, Ambrosio, desde su cama de hospital, siguió urdiendo sus planes.
Su
celular sonó. Era Ambrosio.
—Necesito
que traigas de mi casa los archivos que hay que terminar de
<<pulir>>. Si vienes a verme, te daré las llaves de mi casa y la
combinación de la alarma para que no tengas contratiempos. Estoy solo y los
archivos están sobre mi escritorio.
<<Pulir>>,
en la jerga, se denominaba al ligero retoque que ciertos acontecimientos
sufrirían, para no salirse del ordenado contexto en que Ambrosio y Ludovico los
habían tratado de embutir, después de horas de cuidadoso planeamiento por ambas
partes. Sin dudar, extrañaría a su jefe.
Más viejo que el sistema solar, no hay dos
impresiones idénticas del mismo hecho y es por eso, que, en otras circunstancias
y siendo una persona, más sensible, Carbonell, se hubiera sentido abatido
cuando sucediera. No quería confesárselo, pero, Delfina Lestard, le intimidaba.
Ella y todos los adolescentes en general.
La chica,
había llevado a la máxima confusión posible a Ludovico Carbonell, tan seguro,
de pésimo carácter, y cero paciencia, dejándole reducido a ser un hombre
desesperado, confuso e inseguro, hasta perderle, obviamente. Había temas más
privados, que hacían de Delfina Lestard una mujer algo diferente.
Sencillamente, no quería ser una muesca más en el poste de la cama de nadie.
Una frase tan vulgar pero que se había convertido en su slogan. Y eso incluía
la cama de él, por supuesto.
Por ese
entonces, él tenía veintitrés años y trabajaba en el servicio especial de
seguridad. Todavía estaba en la Academia militar. Tenía por jefe inmediato, al
padre de Delfina, el agente Ambrosio Lestard, una leyenda viviente en el
servicio especial, quien, una o dos veces por semana, se llevaba a su casa, los
informes de la semana, porque era allí, donde el hombre, obtenía todo el
silencio que necesitaba para fabricar sus planes y acomodar lo sucedido con la
realidad. Era el único lugar donde podía concentrarse, decía. Había enviudado
hacía unos años y sus noches, debían ser largas.
A regañadientes, Carbonell, salió de la
oficina para ir hasta los suburbios. La casa estaba completamente a oscuras y
en silencio. Cuando entró, fue derecho hacia su despacho y un ruido brusco le
sobresaltó. Sacó su arma, y se mantuvo quieto un rato hasta estar seguro que
solo había sido algún crujido de mueble. Pero, en la casa, había alguien. Sabía
que no debería haber nadie, y no tenía perro, por eso, dio por seguro que habían
violentado alguna entrada o, conocerían la combinación de la alarma. La luz del
despacho se apagó de golpe y se tiró al piso, justo cuando sonaron un par de
detonaciones. Se arrinconó esperando escuchar algún sonido que le alertara
acerca de la ubicación de su atacante, pero no había ninguno. Otro disparo más
y se orientó hacia el sitio. Arrastrándose, se dirigió hacia el lugar. Borrosa,
una silueta empuñaba un arma y se arrojó a sus pies derribándola.
Hubo un
grito de mujer y un forcejeo, y no le costó nada reducirla, arrastrándola, se
incorporó hasta la llave de la luz y era una jovencita en pijama.
¿Quién carajos eres? Le gritó, enfurecida y
retorciéndose.
Soy
Ludovico Carbonell, trabajo con Ambrosio Lestard, el dueño de esta casa ¿Y tú?
Soy
Delfina, su hija, imbécil —le apostrofó.
¡Hey! No seas tan maleducada que tu padre me
envió a buscar unas carpetas de su despacho. Sacó el celular, lo llamó y los
puso al habla.
Ella se
fue al pasillo y susurró algo que no pude escuchar, le devolvió el aparato y le
dijo: mi padre quiere hablar contigo.
Tomó el
aparato, estaba empezando a cabrearse.
—Podría
avisarme que su hija estaría en su casa, la habría matado o resultar muerto, ella
me disparó tres veces —ladró.
—Te pido
disculpas —le dijo apenado. Mi hija no vive conmigo, ya lo sabes, debe haber
ido a buscar algo.
Le
interesaba una mierda su situación familiar. Había estado a punto de ser
abatido por una mocosa malcriada, y la adrenalina todavía seguía circulando por
su torrente sanguíneo.
—Debe
haber discutido con su tía, y se ha instalado en casa.
Parecía
no haberse dado cuenta de la situación, y que su hija podría haber salido
herida o algo peor. Seguro que era la medicación que estaba recibiendo.
—Lo siento, de verdad. Tómate un whisky y
tráeme esas carpetas. Te doy una hora.
Un
cuarto de hora después, estaban instalados en el salón bebiendo el whisky que su
jefe escondía para ocasiones especiales; de no ser por Delfina, se habría tomado
el <<asqueroso whisky para visitantes>>, según sus palabras.
La chica
se apoderó de la botella y sirvió un par de tragos y repitió el suyo, ya que el
primero se lo zampó de una sentada. Vaya marinero, se dijo.
¿Así que haces de lacayo de mi papá? Le retó a
duelo, enarcando una ceja.
Ni
siquiera se había molestado en ponerse algo encima y permaneció con un pijama
corto que apenas tapaba algo, y parecía tenerle sin cuidado. Disfrutaba de la
nerviosidad que se iba apoderando de él, así que, Carbonell, decidió marcharse
lo antes posible.
—Tu
padre, no parece sorprendido del recibimiento que me hiciste —observo,
preocupado.
—Me
enseñó a disparar a los siete años —le dijo, agitando el vaso al que ahora le
había agregado unos cubos de hielo. No te acerté porque estaba oscuro, pero si
hubiera sido de día… No concluyó la frase.
—Bueno,
me marcho. Conecta la alarma enseguida—lo dijo con voz seca, sin darse vuelta.
Tal vez,
sonaba demasiado protector, pero ya se había rehecho y sentía tener el control,
nuevamente. Pero no tenía idea qué clase de infierno había franqueado.
Ella, se
levantó y dejando el vaso sobre la encimera de la cocina, se le acercó y le
dijo: Las carpetas…No las olvides. Se retiró meneando las caderas y él, no pudo
seguir mirándola.
Fue
hasta el despacho de Ambrosio y recogió lo que había olvidado completamente.
Sonó el
timbre de la puerta. Por la ventana, se observaban los destellos rojos y azules
de un coche patrulla.
Lo que
faltaba —rezongó ella— la jodida policía. Ya iré yo.
Espera—le
dijo—se sacó la americana para que se cubriera con ella, y se la tendió. Pero
ella, se negó y riendo se acercó a la puerta y la abrió despacio.
Buenas
noches, señorita. El oficial miraba por sobre su hombro. Hemos recibido un
alerta de ruidos a disparos y queremos saber si todo está en orden. Los ojos
del policía, también, la recorrieron de arriba abajo.
Carbonell,
salió a atenderles y identificándose, comenzó a explicarles el malentendido,
pero la maldita, le echó los brazos al cuello y se rió avergonzada.
—Lo sentimos,
creímos que había entrado alguien. Estábamos mi novio y yo… Bueno, es obvio
¿No?
Le
miraron como si fuera Jack el destripador. Podía ver lo que imaginaban, un
adulto con una menor de edad, por más agente del gobierno. Una asquerosidad.
Luego de
este incidente, Ludovico insistió en tener una reunión con padre e hija, antes
que el agente muriera y aclarar ciertas cosas. Tuvo que esperar a que le dieran
el alta.
De modo,
que, se reunieron una noche, en la sala de su jefe, como prefería llamarle, a pesar
de haber sido reemplazado por motivos de enfermedad.
Cuando
Delfina Lestard entró, Ludovico, no pensó que conocería el infierno tan pronto.
Escuchó, al ingresar ella, el rugido de un motor con escape libre y una
acelerada de miedo. El imbécil, lo haría para impresionarla, pensó Ludovico.
Era una
niña, embutida a la fuerza, por alguna causa desconocida, de origen genético,
seguramente, en el cuerpo de una joven mujer. Se maldijo, interiormente y su decisión
de aceptar, comenzó a enfriarse. Olfateó problemas, y el escritorio, al que
estaría atado, hasta alcanzar una promoción, no le pareció un sitio tan
siniestro.
Su
aspecto de niña, vestida íntegramente de negro, la ropa, estratégicamente
rasgada, como si saliera de las profundidades de un callejón de mala muerte,
donde recién hubiera tenido sexo con una pandilla entera, le dejó helado. El
maquillaje corrido, despeinada, los labios hinchados y con restos de labial, un
hombro al aire, sin ropa interior, por lo que parecía y un cigarrillo en una
mano de uñas pintadas de negro y anillos de plata, completaban el desalentador
panorama de su tranquila vida de hombre soltero y libre. El piercing del
ombligo, relampagueaba, como estarían haciéndolo sus neuronas, las encargadas
de la excitación sexual, de poder verlas, en esos momentos. Sintió las axilas
húmedas y la boca seca. Peor que el maldito escritorio.
—Delfina,
hija, quiero presentarte a Ludovico Carbonell, es mi… era mi agente designado
para entrenar. Le conozco hace dos años y merece mi confianza…Aunque sé que
hace algunos días se conocieron, de manera algo… impropia.
Ella
dirigió sus ojos azules, en el fondo de las ojeras negras pintadas y sonrió de
costado. Vaya dientes preciosos, perfectos.
— ¿Por
qué no lo invitaste a cenar desde el principio? Recorría a Ludovico con la
mirada insolente que da la impunidad de una adolescencia sin frenos.
La voz
algo ronca, terminó de desatar el ritmo del corazón, ya loco, de Ludovico.
—Ha
estado varias veces, pero estabas en lo de Evelyn, querida.
Se
dieron la mano.
Luego,
Ludovico se replegó física y verbalmente. Un hosco silencio descendió sobre él,
mientras, con voz pausada, Ambrosio, procedía a explicarle a Delfina sus
intenciones.
— ¿Y
para qué necesitaría un jodido ángel guardián? Protestó la chica, enfurruñada.
La mente
de Ludovico, recorría con su mente los vericuetos del maldito infierno y de lo
que podría hacerle; de ángel guardián, nada.
—Has
tenido problemas antes, Delfina y cuando ya no esté, puede que necesites ayuda
y tu tía tampoco es tan joven que digamos…
—A los
diez y ocho, ya no necesitaré chaperones —afirmó ella.
—Por
eso, aunque no impide que puedas acudir a él, si tuvieras algún problema.
—El
hermano que nunca tuve —irónica le miró.
Ludovico,
sabía que jamás sentiría por ella nada parecido a algo fraternal, de eso estaba
seguro. Y sí, si era un pervertido y hasta la otra noche lo había ignorado,
acababa de enterarse, pero, jamás pondría un dedo encima de ella, al menos,
mientras fuera menor de edad.
Muerto
Ambrosio, tampoco lo hizo y acompañó a la chica hasta el cementerio, donde ella
no derramó ni una lágrima. Ignoró su impulso por abrazarle, y respetó sus ojos
secos y su cara pálida y glacial. La
graduación había sido dos días atrás y Evelyn y Ludovico, habían asistido,
mudos y ansiosos, recordando al padre y su decisión de morir después de
quedarse tranquilo con respecto al futuro de Delfina. Tan tranquilo, como
podría estar de saber que Delfina, se había involucrado en una relación con
Jerónimo Licciardi, un empresario de la construcción, veinte años mayor, un
hijo pequeño y una fuerte sospecha sobre sí, de ser quien lavaba el dinero de
parte de la mafia de la ciudad norteña.
Faltaba
un año para cumplir los diez y ocho, pero al casarse, después de graduarse,
Delfina estaría emancipada.
Durante
ese año, Ludovico, no estuvo en el país. El plan de infiltración le llevó hacia
el este y con su <<esposa de ficción>>, Katya Novotna, se habían
establecido cerca de la casa de un capo de la mafia al que tendrían que llevar
a la cárcel. La orden era dejarle con vida y eso, complicaba más las cosas.
Normalmente, si hubiera podido acabar con él, en dos semanas, a más tardar,
ambos hubieran estado de regreso, pero la convivencia forzosa en el mismo
barrio, intimando con los vecinos, fue una de las cosas más difíciles que el
dúo tuvo que hacer.
Katya y
él, conformaban una pareja ficticia, pero muy eficaz. Ella le apoyaba y
complementaba en todas las áreas, desempeñaba todos los roles y adoptaba la
personalidad que fuera necesaria, desde la esposa sumisa y abnegada, hasta la
infiel y seductora.
El año
se transformó en otro más y el sexto sentido del mafioso, hacía que se cerrara
cada vez más, lo que dificultaba conocer rutas, fechas de entrega de
cargamentos, de desembarcos de droga, integrantes de las distintas bandas y
otras cuestiones que le relacionaran con mafias del extranjero, lo cual era
imprescindible para lograr tal cantidad de recursos con los que contaba el
hombre, de aspecto siniestro y que miraba a Katya descaradamente, desnudándola
con los ojos. El hombre, permanecía enclaustrado en su mansión, rodeado por los
pretorianos guardaespaldas.
Estaban
por comenzar el tercer año, cuando todo pareció aclararse, cuando cayó detenido
alguien de segunda o tercera línea que estuvo dispuesto a negociar, abriendo el
juego, a cambio de ciertas ventajas y reducción de penas.
Luego de
cada misión, Ludovico quedaba literalmente agotado, reducido a su mínima
expresión. Aparentando las veinticuatro horas alguien que no era, manteniéndose
alerta contra las sospechas de los miembros de la banda, adoptando desde el
nombre hasta su ocupación, bajo una capa tras otra de mentiras, era para agotar
a cualquiera.
Lo peor
que podía pasarle, es que, a su regreso, se encontrara con su actual jefe, Russ
Travison, que le encargaba la misión de poner a salvo a la hija del mítico
Ambrosio Lestard, porque, durante ese último año, habían puesto en la cárcel al
marido por lavar dinero. Había pruebas suficientes para tenerlo un buen tiempo,
pero él no estaba tranquilo. Sobre todo, cuando el tipo, prometió entregar todo
lo que sabía a cambio de recuperar su libertad, otra identidad y su mujer,
claro está, amén de protección para los tres.
Eso no
sería negociable. No Delfina.
Russ
estuvo de acuerdo desde el principio.
—Le
damos un mes de protección a ella, hasta ver que nadie quiera cobrarse nada,
pero entras en la prisión y ya sabes…
Así que,
cierta noche, Ludovico, ingresó sin quedar registrado en la prisión y con una cuerda de piano, dejó el cadáver de
Jerónimo en el baño.
Ajustes
de cuentas, había todo el tiempo. Y un papel bajo la lengua, fue el mensaje que
se halló en el cadáver al día siguiente. El destino de los
<<buchones>>.
Se hizo cargo de la custodia de ella, pero,
cuando la fue a buscar al caer la noche, seguido por una camioneta blindada, la
encontró despidiéndose de un niño de siete u ocho años que se notaba muy
afectado.
— ¿Quién
demonios es el niño? Ludovico no estaba para sutilezas ni saludos forzados.
Vagamente recordaba que el tipo tenía un hijo
pequeño. Como su padre había vaticinado, la chica tenía una magistral capacidad
para meterse en líos y ya Russ había tenido que intervenir, encargándole ultimar
a Jerónimo, para rescatarla.
—Es
Piero, hijo de Jerónimo—susurró ella. Este mes que esté bajo protección, estará
en la casa de la hermana de Jerónimo, con vigilancia, hasta que vuelva y me
haga cargo de él. Ha vivido con nosotros desde que su madre le abandonó —dijo
por toda explicación.
El niño,
levantó sus ojos hasta él y le dirigió una mirada limpia y confiada.
<<Soy
el que acaba de dejarle huérfano>>, pensó Ludovico, suspirando. Pero eso
era la parte desagradable de su oficio. No siempre era justo lo que hacía, ni
limpio, ni misericordioso, solo esperaba que evitara males mayores y que Russ
Travison, los hubiera contemplado, al darle las instrucciones.
El mes
que transcurrió bajo custodia, mientras terminaban de cercar al resto de la
banda, Delfina, pareció entregada, sumisa y callada. Él agradecía que hubiera
detenido sus agresiones, su desafío permanente y las provocaciones. Luego,
recordó que habían pasado casi cinco años y cerca de los veintiuno, Delfina,
parecía estar más asentada, aunque no quiso hacerse ilusiones, y, mucho menos,
confiar en ella.
Físicamente
había cambiado poco y nada, aunque había reemplazado el estilo
<<dark>>, por los jeans, las camisetas, las remeras y las camperas
de cuero. Su rostro, de piel lisa, apenas llevaba maquillaje y había salido
ganando en naturalidad y frescura. Le costó tragar saliva, cuando aspiró el
aroma floral del pelo de ella y tuvo que apartarse.
Él
estaba mayor, obviamente. Tenía el aspecto de alguien prematuramente
envejecido, endurecido por las cosas que habría vivido y su aspecto juvenil,
había desaparecido, para dar paso a un rostro anguloso, de mirada alerta, gesto
ceñudo, de permanente irritación con la vida y el mundo en general y con ella,
en particular.
—Soy
Delfina, imbécil —le apostrofó ella. Eso, ya lo había escuchado antes. Nunca
podrás liberarte de mí, soy tu karma. Le sonrió con la boca torcida,
evaluándolo. Lo dijo, casi al finalizar el mes estipulado.
Para
cuando Hacienda hubo terminado de <<tamizar>> los negocios de
Jerónimo Licciardi, ella y Piero, habían quedado literalmente en la calle.
Ludovico,
una noche estaba aún entre los brazos de una rubia polaca, en un cuarto de un
hotel del otro lado de Europa, cuando sonó su teléfono.
—Tienes
que venir —la voz seca de Russ le sacó de su ensueño.
— ¿Qué
diablos quieres, ahora? ¿Acaso dejé algo sin atar? Ladró él de mala gana. Se
estaba recuperando después de una misión difícil, peligrosa como todas y en las
que acababa de dejar los últimos vestigios de sus principios, si acaso quedaba
alguno. Tener que ultimar a la familia de un capomafia, de los peores, había
sido duro y el cuerpo le pedía justo lo que se había regalado las dos últimas
noches. Sin Katya, sin nadie que vigilara sus pasos, se había entregado a la
imaginación de la bella eslava o lo que fuera.
Ella
gritó algo en su lengua, mientras Russ le intimaba a regresar.
—Dile a
tu urraca eslava que se largue —ordenó su jefe. Date un baño de agua fría y me
llamas, así te explico.
Se quedó
unos instantes, mirando el techo, aún acostado en la cama, considerando
retardar el momento de soltar aquel cuerpo tibio y complaciente, pero
suspirando le musitó algo en su oído, que la mujer aceptó a regañadientes y
haciendo pucheros. Se vistió despacio, como dándole la oportunidad de echarse
atrás, pero Ludovico ya estaba mentalmente fuera de la habitación.
Se dio
una ducha, pidió un café y tomando su bolso de viaje, emprendió la vuelta,
después de cortar con Russ.
Esa
mañana de domingo, tocó el timbre en su casa.
—Sé que
no ha habido contratiempos, esta vez —le dijo a modo de saludo, el hombre
canoso y en buena forma.
—Si por
ausencia de contratiempos le llamas a tener que acabar con una familia entera,
no, no los hubo.
—Ya
sabías cómo es esto, cuando aceptaste ser <<Pegasso>> —afirmó Russ.
Con él no iban los melodramas. Para él, el delito no tenía límites netos. Podía
ser solo un hombre, o su entorno familiar, daba exactamente igual. A la hora
que esos niños se hicieran hombres, no tendrían piedad o consideración y cuanto
antes se acabara con ellos también, mejor.
Ludovico
aceptó el café que le sirvió su jefe.
—La hija
de Ambrosio, está otra vez en problemas —le dijo.
Ludovico
se revolvió el pelo, había viajado media noche, estaba cansado, casi sin dormir
y no tenía paciencia para escuchar, justo ahora, hablar de la problemática
Delfina Lestard.
—Me
estoy cansando de ponerla a salvo, Russ. Ya no tengo más energía para eso
también. Pensé que esta vez, con un hijo del marido a cargo, dejaría de hacer
locuras; maldijo en voz alta.
—Necesita
dinero, Ludovico. Hacienda no le dejó nada del imperio de Jerónimo y sin
trabajo, ya sabes. Prometimos a Ambrosio, después de todo lo que él hizo por
este país, ocuparnos de ella y es lo que tratamos de hacer.
— ¿Hasta
cuándo será momento de seguir pagando nuestra deuda con Ambrosio? Protestó él,
ceñudo.
—Alójala
en tu casa. A ella y al niño. Tienes una casa enorme. No te cruzarás con ellos,
si no quieres. Mientras tanto, hallaremos algo para que haga. El chico tiene que seguir la escuela. Con esto de
esconderse, el pobre ha ido de casa en casa y ha perdido los amigos por el
camino. Tal vez, sea el único inocente en esto. No olvides que te encargaste del
padre.
—Según
tus órdenes —le recordó Ludovico alzando una ceja y clavándole sus ojos. No
entiendo a qué viene tanta lealtad con el crío, si ni siquiera es algo de la
hija de Lestard.
—Ella se
ha encariñado con él, lo cuida desde que era muy pequeño y si no queremos
desatar un infierno, que se le vaya la lengua con lo que sabe del padre y de
nosotros, mejor que la tengamos tranquila con respecto al niño ese. Usaba su
mejor tono para convencer a un hombre cuya vida, ya de por sí nada fácil, se
complicaría con la viuda del mafioso y su hijo, a cuyo padre había despachado
en prisión, sin darse vuelta ni pensar nada más al respecto.
—Hasta
que tenga un trabajo y consiga irse a vivir a otra parte —sostuvo él. Solo eso.
Ya puedes hacer uso de tus contactos para que consiga uno y que sea pronto.
—Eso
dalo por hecho. Russ, parecía sincero. Pero, en ese oficio, el más sincero de
ellos, era un embustero importante.
Una
semana más tarde, la madre adoptiva y el pequeño Piero, observaban en silencio
la enorme casa de Ludovico Carbonell.
—Hay
diez habitaciones para los huéspedes —dijo él. Solo dile a la señora Chambers,
las que ocuparán ustedes dos y ya está.
—Con una
alcanzará —dijo Delfina con voz suave. Tiene pesadillas y no duerme bien desde
que…
—Bueno
—le cortó él. Haz como quieras. Pide lo que necesites. En cuanto a escuela, hay
una cercana en la que reservé vacante para el niño.
Ni
siquiera le miró. Se le notaba incómodo ante los ojos grandes y marrones del
niño, que, tomado de la mano de Delfina, miraba ambas caras, desde abajo, como
un pequeño partido de tennis y él, una pequeña pelotita indefensa.
Ema
Chambers sonrió afable. Le daba pena, sin saber la causa, la expresión del niño
que luchaba para parecer valiente y algo mayor, sin lograrlo del todo.
—Ven conmigo
a la cocina, te daré algo que sé que a los chicos de tu edad les gusta con la
merienda —le dijo, extendiendo su mano.
Él miró
a Delfina quien asintió con una leve sonrisa, que al retomar la mirada de
Ludovico, desapareció, para transformarse en un gesto duro y distante.
—Vamos a
conseguirte un empleo que te permita vivir decentemente—aseguró él, tratando de
infundir optimismo a su voz. En mi casa puedes considerarte segura, tengo
vigilancia permanente y cámaras, desde que me enteré que vendrían, así que,
bueno, creo que estarán bien. No me verás mucho, porque estoy viajando casi
constantemente y por lo demás, siéntete como en tu casa.
Ella
siguió observándole, sin decir nada. Sabía que Carbonell, no esperaba gratitud,
simplemente, porque, cumplía órdenes. Seguro que la idea había sido de Russ, y
ahora él, trataba de llevar adelante la desagradable tarea de albergarlos,
haciéndoles sentir cómodos. Pero, había algo más que no sabía precisar. Tal vez
fuera la mirada que le dirigió a Piero, algo indefinible y que le hizo sentir
un escalofrío. No dudaba que si se lo ordenaban, Ludovico Carbonell, ultimaría
al niño, sin dudarlo un instante. Decidió que haría lo imposible para poner
distancia entre ellos, lo más rápido que fuera posible, así tuviera que…
Piero había
comenzado a concurrir al colegio cercano, uno privado y caro que el servicio
pagaba religiosamente. De a poco, había hecho nuevos amigos, ya que de por sí,
era un niño sociable y pronto se hizo amigo de los enormes perros que recorrían
el perímetro de la propiedad por las noches, introduciéndose en los caniles sin
que nadie hubiera podido evitarlo. Pero, tratándose de perros, Piero, era un
ser único. Los enormes animales, no solo no le hicieron ningún daño, sino que
pronto aprendieron a esperarle, para jugar un par de horas, antes de ir al
colegio.
Cuando
Delfina reparó en eso, intentó evitarlo, porque los animales eran imponentes,
la abertura de sus bocas, eran más grandes que la cabeza del niño y duplicaban
su peso, por lo menos.
Ludovico,
al enterarse, se sorprendió, pero, trató de tranquilizarla con el argumento que
si hubieran querido hacerle daño, a estas alturas, Piero sería un montón de
carne picada.
Ella le
fulminó con la mirada cuando usó esta expresión y él se encogió de hombros. Por
lo visto, la lógica, no formaba parte del mecanismo mental de Delfina, se dijo.
Él,
mientras tanto tuvo que viajar otra vez y estaría ausente una semana, le
comunicó brevemente, esa mañana, mientras desayunaban los tres.
— ¿Me
traerás un regalo? Piero le miraba expectante.
Ludovico
se quedó mudo. Luego suspirando, trató de sonreír.
— ¿Por
qué no? Trataré. Aunque veces, visito sitios en los que no hay jugueterías—le
explicó, serio. Recordó que los hangares desde donde operaban los aviones
militares, que frecuentemente le trasladaban, no tenían tiendas de regalos para
niños, precisamente.
— ¿Qué
clase de sitios son esos, que no venden juguetes? El niño seguía insistiendo.
—Piero,
basta —pidió Delfina. Te ha dicho que hará lo que pueda.
—Papá
siempre me traía cosas con ruedas —le recordó el niño.
—No lo
dudo, Piero, pero tu papá no iba por donde ando yo, casi seguro —Ludovico
esperaba que la joven cortara rápido el curso del pedido del niño.
—No, en
la cárcel no hay juguetes —le contestó Piero irritado. Pero aún desde allí,
mamá vino un día con un camión que él me enviaba.
Ella no
iba a decirle que lo había comprado de regreso, cuando le había firmado los
papeles del divorcio y se sentía inquieto por él. Ella, le había prometido que
se encargaría del niño, al menos hasta que él saliera en libertad. Pero, no
tuvo tiempo de presentar los papeles en el tribunal, porque fue la última vez
que vio a Jerónimo con vida.
—Dije
que lo intentaré —la voz de Ludovico sonó irritada. Se sentía confuso ante un
vago sentimiento que comenzaba a roer dentro, algo parecido a la mala
conciencia. Aquella a la que le habían entrenado para combatir. La palabra
<<mamá>> sonó como un cañonazo en sus entrañas, revolviéndolas.
Después de todo ¿Qué era lo que le sorprendía? Delfina Lestard, podía ser capaz
de brindar ternura, aunque él, jamás sería su destinatario.
—Parto
esta noche —anunció él. Estaré fuera, si todo va bien, algo así como dos
semanas. Deposité dinero en tu cuenta para que no tengas que ocuparte de nada
—le dijo.
—Yo—titubeó
Delfina—tengo un par de entrevistas de trabajo.
—Fíjate
bien dónde te metes. Si tienes dudas, llama a Russ, por favor.
—No me
digas que ahora te preocupas por mí, de verdad —rió ella, mordaz.
—Siempre
—sostuvo Ludovico. Pero, no lo haces sencillo.
—Eres un
buen soldado —le dijo con sorna, Delfina.
Él
decidió no contestar. Eso solo traería discusiones sin sentido. Las cosas
estaban como estaban y no era posible mejorarlas, por lo tanto, con que no
fueran peores, eso ya era algo. Se marchó a preparar su bolso de viaje.
Más
tarde, casi sin hacer ruido, mientras la mujer y el niño dormían en un sofá
frente al televisor, él abrió el portal y cerró sin despertarles.
Los vio
unidos, ambas cabezas una contra la otra, de distintos colores de pelo, tapados
por la manta de lana, descubrió uno de los perros que había entrado, y supuso
que era algo que Piero se traía entre manos, a pesar que le estaba prohibido
ingresar a aquellos animales y tratarlos como si fueran
mascotas, pero parecía que cada día se asemejaba más a la rebelde de su madre
adoptiva. Se demoró contemplándolos, y deseó que todo pudiera ser distinto, una
historia en la que, tanto ella como él, compartían el niño, por elección, por
derecho, por necesidad. Se subió las solapas, intentando atajar la lluvia que caía,
introduciéndose en el auto oscuro polarizado que partió raudo. El día
siguiente, domingo, para el resto del mundo, le encontró en un lugar
desconocido, una especie de parque industrial, con galpones y almacenes
siniestros y en ruinas, aguardando una entrega de armas, junto con otros tres,
a las órdenes de la que esperaba fuera su próxima víctima.
Las dos
semanas, se hicieron tres y luego cuatro. Todo se había enredado con la disputa
por la mercancía, el territorio, el cliente, todo lo demás, y tuvo que elegir
una lealtad que le repugnaba solo para tratar de acercarse más a su objetivo.
El hombre se lo ponía difícil, porque era desconfiado como el mismísimo diablo.
No importa que hubiera ultimado a tres enemigos que intentaron emboscarlo.
Cuando
por fin lo logró, tampoco fue gratis para él. Una de las chicas que le
acompañaban, y que había confiado en él, había quedado tendida con la garganta
seccionada sobre la alfombra del departamento, donde le había jurado
protegerle, después de tener un sexo más que satisfactorio. Se sentía una
auténtica basura, nada que fuera mejor que el objetivo abatido.
Cuando a
los dos días abrió la puerta de su casa, era de noche y subió en puntillas la
escalera hacia su dormitorio.
Se bañó
y se quedó sumergido en el jacuzzi hasta que una suave modorra le alcanzó.
Secándose, se arrastró hacia la cama y luego de tenderse aún mojado, se quedó
dormido.
A la
madrugada, le pareció escuchar la puerta de abajo y tomando su arma, saltó del
lecho, enrollándose la toalla alrededor de la cintura, en tres saltos estuvo
cerca de la baranda de la escalera.
Una
figura delgada, cautelosa, subía los peldaños, descalza. Delfina.
— ¿De
dónde vienes? Él bramó, tratando de al mismo tiempo, hacer su voz inaudible.
Ella
ahogó un grito y si no fuera porque él la tomó por un brazo, hubiera caído
rodando por la escalera.
Delfina,
furiosa, le golpeó sin misericordia, cuando la soltó sobre el suelo seguro.
— ¿Y a
ti que carajos te importa? Pero, para que lo sepas, vengo de trabajar.
—
¿Trabajas de noche? La arrastró a su dormitorio, donde encendió la luz.
Ella
vestía un traje de noche negro, sin espalda, pegado a sus curvas y aún sostenía
una pequeña clash bordada.
Cerró la
puerta y le indicó que se sentara en una butaca, pero, ella, negó con la
cabeza.
—No
tengo que darte explicaciones. Es un trabajo legal. Eso es todo lo que diré y
más de lo que mereces saber.
—Dime
qué haces —apretaba los dientes hasta que empezaron a dolerle.
—Ven a
verme trabajar. Me contrataron en el Gold Fox y te aseguro que las propinas que
me dan, son las que van a permitirme rentar un departamento, y solo seremos un
recuerdo para ti.
Ludovico
se abalanzó sobre ella como una fiera.
—No te
hemos estado protegiendo hasta ahora, solo para que termines transformándote en
una… en una…
—Dilo,
atrévete —le escupió Delfina en plena cara. Una prostituta. Eso es lo que me
has considerado desde la primera vez que me viste. No seas cobarde y di la
verdad, sé un hombre. Siempre has pensado de mí como una zorra, aunque he dado
motivos, no lo niego, pero ahora solo lo hago para obtener dinero rápido y
fácil para poder mudarnos.
— ¿Acaso
te ha faltado algo? Ludovico gritó, enfurecido. Estaba harto de seguir pendiente
de ella, de viajar rogando que no le llamaran para informarle que había sido
hallada muerta…Jamás podría entender cómo se sentía eso. Ni en mil vidas.
Lo
explicó así, crudamente, la sencilla y despojada verdad. No confiaba en ella,
en resumen. En su capacidad para vivir dignamente, y ahora menos que menos,
teniendo a un hijo adoptivo a cargo. Una verdadera locura.
Ella se
tocó la mejilla, como si la hubiese golpeado.
En
cuanto a él, le faltaba el aire, necesitaba dormir y no despertarse de la pesadilla
en la que la joven se había transformado.
Ella, le
espetó que ni siquiera era por ella que él se ponía así, era por su terror a
fallar, ella era su misión también y no tenía idea, lo mucho que le afectaban
las misiones que salían mal.
Cuando
Ludovico la escuchó decir eso, se quedó callado. Tal vez, estaba en lo cierto y
todo el tiempo él había intentado demostrarle a Ambrosio que era digno de su
confianza. No le importaba en absoluto la seguridad o el bienestar de Delfina,
en realidad. Era su orgullo, su capacidad de asegurarse que las cosas se
hicieran bien, una necesidad de control obsesiva a prueba de contingencias. Y
ese plan, llamado Delfina Lestard, había estado por volar por los aires varias
veces, y por eso, él ya no podía tolerar más errores. Sencillamente ya no tenía
el control de lo que pasaba y quería renunciar, desaparecer, olvidarse de ella.
—Y voy a
decirte algo más, agente Carbonell —siseó ella— sé que has asesinado a
Jerónimo. No puedo probarlo, obviamente, pero me di cuenta, antes de irte la
última vez, por la manera en que miraste a Piero. Sientes culpa, por eso, a
pesar que te sigue, buscando un padre, y es el niño más bueno del mundo, tú le
apartas, le rechazas, y es porque, en el fondo le temes. Tienes terror de que
un día sepa lo que le hiciste a su padre y descubras que te odia, que no va a
perdonarte jamás.
Ludovico
cerró los ojos y se acostó en su cama.
—No
temas, tu pequeño secreto estará a salvo conmigo —le dijo ella. Seguramente,
cumpliste órdenes y yo fui, otra vez, la causante de ello, así que es mi culpa
porque me casé con él, sabiendo que era un truhán. Y, tal vez, debieras soltar
mi mano y renunciar a salvarme y así, te sientas liberado, el día que aparezca
flotando en el río. Se acabarán tus pesadillas ¿Crees que no te escucho a veces
gritar en sueños? Eso es lo que han hecho de ti y yo, sin pedir nada, me transformé
en otro infierno.
Ludovico
tenía un brazo tapando sus ojos, respiraba lento y pausado. Por un momento,
ella pensó que se había quedado dormido. Se tumbó a su lado, aspiró el olor a
sudor, a loción de afeitar, y hasta el miedo pudo percibir, si inspiraba cerca
de su cuello, donde latía su arteria. Emanaba calor de allí también, un
agradable calor de alguien vedado, prohibido y al que nunca había podido
olvidar desde que le conoció la noche que se transformó en su pesada herencia.
La carga impuesta por su maldito padre. El que no enfrentó su paternidad, y
escondiéndose detrás del trabajo, delegó en otros, la responsabilidad de
criarla.
Con la
punta del índice, le acarició parte de la cara que no estaba cubierta por su
brazo, le perfiló la boca, el mentón partido en la mitad que le hacía tan
deseable.
—Libérate,
Ludovico, déjame partir y olvídate de tu promesa de cuidarme de mí misma. No
tengo salida, de verdad, ya me he torcido y no puedo volver atrás la historia
—susurró.
Él se
marchó, no sin antes decirle que hallara un lugar adecuado donde quedarse con
Piero y le avisara antes de firmar nada.
Prometió
hacerlo así. Pero, no lo hizo, cuando al día siguiente, rentó una sucia covacha
con una cama, una heladera oxidada, un baño con el depósito perdiendo y un
dormitorio diminuto para Piero, una mesa y dos sillas.
Con lo
que cobraba en el club más las propinas, apenas alcanzaba para esos mínimos
departamentos en monoblocks de dudosa reputación, donde el alcohol, las drogas
y las malas compañías abundaban, obstruyendo las escaleras, llenando de
colillas los rincones, y las paredes con graffitis, molestando a las mujeres y
haciendo ruido hasta altas horas de la noche.
No dudó
en llamarle para que la acompañara a verlo, saboreando de antemano la expresión
que pondría Carbonell, su arrebato de ira ante el contrato ya firmado, y su
inútil ruego para que volviera a su casa.
Pero,
cuando él vio el lugar, esa misma tarde, con los escasos muebles con marcas de
cigarrillos, asintió con la cabeza. Piero estaba jugando en casa de un amigo.
El piso estaba situado en el último piso por la escalera, el olor a marihuana y
a comida frita se mezclaban, poniendo el sello final a la sordidez del lugar.
Él recorriendo con la vista el sitio, hizo un gesto de aprobación.
Lo que
sucedió a continuación, no podía llamarse <<hacer el amor>>, era
sexo, simple, puro y duro. Normalmente, antes debieron pautarse ciertas cosas
acerca del salvajismo que puso Ludovico en arrasar con ella. Entendía que
estaba vengándose, de la adolescente que le había descolocado con su desparpajo
y su conducta equívoca. Fue, lo más parecido al odio. Era hambre atrasado por
los años en los que ella estuvo en los brazos de Jerónimo Licciardi, y que la
había devuelto, como una mujer madura y experimentada para su edad, pero jamás
preparada para todo aquello en lo que se precipitó ese día. Ludovico, le atrajo
hacia su abismo de propietario absoluto, avasallador, sin pedir permiso, sin
esperar sus respuestas, empujándola a pesar de su resistencia a ciertas
prácticas en las que no tenía experiencia, y que, a su pesar, su cuerpo se
rebelaba, entregándose, abierto, blando, a la espera, llenándola de odio hacia
la mirada irónica que nunca desapareció de sus ojos, cada vez que le tuvo de
frente. Con horror, se escuchó a sí misma, rogar, no le quedaba claro si quería
que se detuviese o que siguiera, lloró, no sabía si de miedo, dolor, placer o
todo junto, mientras escuchaba algunos rugidos, cada vez que llegaba al
orgasmo. A sus espaldas, sin embargo, era un salvaje sin rostro, que susurraba
y por momentos, ladraba órdenes, secas, restallantes como látigos, aquellos que
también había utilizado sin su consentimiento, que sacó enrollados, de su
mochila y dejó ciertas partes de su cuerpo ardiendo, tumefactas y odiándose por
estar expectante, a la espera de más. Justo cuando estaba por alcanzar la cima
de las cimas, Ludovico se levantó y dándose una ducha rápida, se marchó sin
saludarla siquiera, yéndose, dando un portazo. Antes, masculló: es un sitio
digno de ti, lo lamento por Piero. Dejó un fajo de billetes —cómprale algo a tu
hijo.
Ella
durmió lo que restaba de la tarde, hasta la noche, y se levantó cansada,
ojerosa y supo lo que era caminar con dificultad por el abuso consentido al que
la había sometido Ludovico Carbonell. Se metió debajo de la ducha y se tendió
en su cama nuevamente. La almohada tenía el olor de él. Las manchas en las
sábanas, así como las oleosas, del lubricante utilizado, fueron arrancadas
junto con ellas, haciéndolas un bollo, las arrojó contra un rincón,
maldiciendo. Se arregló y dedicó más tiempo, con el maquillaje, a disimular las
marcas del cuello y escote. Los pechos y las caras internas de sus muslos y
nalgas no se veían mejor. Tardarían días en desaparecer. Suspiró. Y, recordó
que el muy maldito ni siquiera había utilizado preservativos, sin asegurarle
estar libre de ETS. Ella iría en busca de la píldora del día después y se
sometería a los análisis correspondientes. Encima lo que necesitaba, hubiera
sido un embarazo no deseado, del mismísimo demonio: ella.
Tendría
problemas en el Gold Fox, las marcas no desaparecerían y por más maquillaje que
utilizara, se notarían. Tendría que apurarse e ir a buscar a Piero.
Cuando
esa noche, llegó al Gold Fox, se metió en el camarín, se desnudó, y se embutió
en la tanga plateada, maquilló de nuevo sus pechos, caderas y piernas, así como
el cuello, cuando entró Dixie, el encargado de las chicas del lugar.
—No
estás en condiciones de trabajar, en ese estado —le espetó. Pareces una zorra
golpeada. Vete a casa y regresa cuando no se note la tunda que te han dado. El
desprecio en la voz, era peor que sus palabras.
Estaba
por responder que no era ninguna paliza, que no era una zorra, bueno, no del
todo, pero, en vez de eso, reclamó el dinero que le adeudaban, anunciando que
no volvería.
—No has
trabajado ni un mes entero, no tengo obligación de pagarte porque nunca
firmaste nada y además, debías avisar con un mes de antelación. Aprovecha que
estoy de buena y lárgate, antes que termine el trabajo del que te dejó así.
Sonrió burlonamente.
Una ira
ciega se apoderó de ella, tomó el banco de metal en el que estaba sentada y sin
que el gordo pudiera reaccionar a tiempo, le golpeó en la cabeza. El tipo cayó
al suelo, y Delfina, temblando, antes que reaccionara, le asestó otro golpe
más, hasta que se desmayó del todo. Le palpó los bolsillos y le sacó todos los
billetes de la cartera que encontró. Cuatrocientos dólares no era ni la mitad
de lo que le debían, le arrancó el anillo del dedo regordete con gran trabajo,
y vistiéndose apurada, salió corriendo del lugar.
Piero
dormía plácidamente en su pequeña cama, pagó y despachó a Nancy, la niñera.
Tomó una cerveza de la heladera y se la llevó al dormitorio, mientras preparaba
el bolso con la ropa que alcanzó a meter. Llamó a Ludovico, mientras lágrimas
de frustración le corrían a raudales. Se maldecía no haber meditado más, hasta
conseguir el dinero completo que le debían.
A la
media hora, un Ludovico imperturbable entró sin tocar, haciéndose cargo de la
situación. Terminaron de alistar al niño y ya estaban por salir cuando sonó el
timbre de la puerta. Por la ventana, se observaban los destellos rojos y azules
de un coche patrulla.
Ella se
maldecía de haber recurrido a él, otra vez.
Sin
decir palabra, Ludovico se marchó enseguida, luego de hablar con la policía; sin
duda, sabía qué invocar, a la hora de hacerle inalcanzable para ley.
Se
dirigió al Gold Fox, y cuando localizó a Dixie, se encerró con él, en un
despacho, al que le llevó a la rastra, en medio de protestas y cuando los
matones del club se le acercaron, enseñó la placa.
—Les
hago cerrar el local en menos de media hora —susurró. El señor Dixie y yo
tenemos que conversar, a solas.
Cuando
salió, se acomodó el saco, se subió al auto y al rato, llegó a lo de Delfina.
Ella no
pareció sorprendida de verle.
—Por
cierto, has dejado bastante magullado al gordo ese —sonrió él, extendiéndole un
fajo de billetes de cien dólares. Cuéntalos a ver si falta algo. Hice que te
abonara las vacaciones por adelantado y le denunciaré ante hacienda, si vuelve
a molestarte, además de otros cargos que le largué cuando se puso algo remiso.
Ella le
ofreció café.
—Por
cierto, te agradezco lo que has hecho y ya ves, no puedo estar sin pedirte
ayuda ni dos días. Me odio cuando hago eso, Lud.
Él
odiaba también cuando abreviaban su nombre, pero a ella, le permitía casi todo.
Menos seguir lastimándole. Así que, levantándose se dirigió a la puerta.
—Me
tengo que ir. Esta madrugada viajo y no sé cuándo estaré de vuelta, vivo o en
una bolsa —rió por lo bajo.
—Te haré
saber mi nueva dirección —le dijo ella.
—Lamento
lo que hice, eso de arrojarte el dinero para Piero.
—Me
comporto como tal, a veces —ella se encogió de hombros. Creo que tengo que
buscar un trabajo estable, diurno, y acompañar a Piero.
—Sí, eso
y un buen hombre que te acompañe —le dijo él, mirándola con fijeza. Me refiero
a que tenga poco que ocultarte, que sea transparente para ti.
—Antes
de irte quería preguntarte si… ¿Tocas el piano? Tienes uno de cola en tu sala y
me preguntaba si… bueno si sabías usarlo.
—Claro
—le dijo él. Además, las cuerdas de piano, me han ayudado un par de veces
—sonrió.
Ella
sintió un escalofrío por la espalda, y recordó los detalles de la muerte de
Jerónimo.
Las
mismas manos que acariciaban el teclado, y que lo habían hecho con su cuerpo
una noche, como si también fuera una, eran las mismas que habían puesto fin a
la vida del padre de Piero.
Él era
eso y por más vueltas que le diera, siempre lo sería.
En las
siguientes horas, Delfina Lestard analizó lo que vendría a continuación. Si
quería sobrevivir, debería alejarse de la ciudad, de sus tentaciones, de los
hombres equivocados, de sus decisiones en cuanto a ellos.
Había
pasado el momento de vivir, realmente. Solo se trataba de pasar cada día como
mejor pudiera, poniendo distancias con los problemas.
Él tenía
razón. Había descendido voluntariamente a ese agujero donde ahora se encontraba
y por primera vez, estaba sola. No llamaría a Russ, como otras veces y había
colmado la paciencia de Ludovico. Creía que él estaba enamorado de ella, pero
no era un imbécil que se rebajaría a rogar y mendigar por un cambio en su
errático comportamiento. Lo que se habían dicho era la más pura verdad, ella
había jugado y había perdido. A pesar de todo, él era un buen hombre, leal,
pero digno también, de otra clase de persona que no era ella.
Katya
viajaba en el asiento de al lado,
apoyando la cabeza en su hombro, como la dócil mujercita que tendría que ser,
de vuelta a la madriguera del más oscuro de los traficantes. De entrada, le
encontró más taciturno que de costumbre y decidió dejarle tranquilo lo que
restaba del viaje. Tendrían que hacer una escala más, antes de llegar a destino
y sufrirían un desfase horario importante. Algo desalentada, suspiró. Ella, por
lo general dormía poco en los vuelos y esta vez no era la excepción, pero la
mayoría de las veces, era él, quien se mantenía despierto.
Le
observó con atención, le hacía falta una buena afeitada y por primera vez, le
notó desalineado, el cabello desordenado, como si estuviera con una resaca
importante. Pero, al mantener ojos y boca cerrados, no pudo confirmar sus
temores. Dependían de sus dotes interpretativas y sus reflejos para acomodar
ciertas situaciones que pudieran presentarse. Además, no habían ensayado lo
suficiente la historia que contarían, parecida a todas las otras, pero lo
suficientemente diferente como para hacerles resbalar y caer ante la mínima
discrepancia del guión.
Le
codeó, cuando faltaban diez minutos para aterrizar.
—Ve al
baño a lavarte —casi se lo ordenó.
—Disculpa,
ya vuelvo.
En el
cubículo sanitario, se lavó los dientes, peinó su cabello y lavó la cara.
Observó sus ojos abotagados. Tal vez, no debería haber bebido la noche antes,
después de salir del cuchitril de Delfina. Cerró los ojos, sacudió la cabeza,
tratando de centrarse y se dispuso a repasar la historia que contarían. En poco
tiempo, deberían ser unos intermediarios, para la entrega de un cargamento que
permitiría echarle el guante a la banda entera, si se esmeraban un poco.
Retornó
al asiento con un vaso de café para él y otro para ella.
—Comencemos
—le dijo, serio.
A bordo
del pequeño y destartalado automóvil de Delfina, Piero miraba por la
ventanilla, algo recostado contra el lío de ropas que ella había arrojado
descuidadamente sobre el asiento trasero, recorrían la autopista, a la velocidad
que podía el modesto vehículo, la distancia que les separaba del norte. Estaban
a más de novecientos kilómetros de Escocia y el invierno no les haría fácil el
tránsito en ciertos lugares y pueblos adonde pensaba arribar ella al cabo de
tres días, que era el tiempo que estimaba, les llevaría llegar. Hacía más de
una semana que había ido preparando el plan de fuga, como prefería llamarlo.
Ambrosio,
tenía una cabaña cerca de Inverness, y, ya se había puesto en contacto con una
mujer de un pueblo cercano que era la casera, para ir a buscar la llave. Sería
algo totalmente distinto a todo lo que conocían, pero pensaba que era lo mejor
para el chico, nueva escuela y amigos. Y en cuanto a ella, un trabajo con el
que había tenido la suerte de tropezar, gracias a sitios de búsqueda en
Internet, y en principio, tendría una entrevista. El sueldo no era para
desmayarse, pero sería un comienzo y si todo marchaba bien, no tendría que
recurrir a Ludovico nunca más. En cuanto a la sombra de su difunto padre,
tendría que afrontar su presencia invisible en esa cabaña, donde él iba en sus
vacaciones a pescar.
A miles
de kilómetros de allí, Ludovico Carbonell estaba pagando el precio de haberse
distraído y trasladado el pensamiento al cuerpo de ella, la única vez que tuvo
acceso a él, cuando dejó salir al animal agazapado que llevaba adentro.
Le
habían sorprendido en un par de contradicciones y ahora, estaba amarrado a una
silla y golpeado brutalmente, sin dejarle perder la conciencia.
Hacía rato
que sabía que se estaban turnando para sacarle la verdad, y ya solo pensaba en
Katya y si habría logrado ponerse a salvo. Era su jodida culpa y estaba
dispuesto a que le masacraran, pero no iba a ponerla en peligro. Cuando no
llegara a la hora convenida, se daría cuenta que algo andaba mal y se pondría a
resguardo. Eso era lo pactado. Uno de los dos, en lo posible, tenía que volver
e informar, tratando de salvar lo que se pudiera para restablecer la operación,
ni bien se pudiera.
Pero
Katya, no había estado siete años a su lado para partir sin mirar atrás. Estaba
acechando en las sombras, con su contacto local, el ojo y oídos que el servicio
mantenía en el sitio y estaban evaluando la forma de rescatarlo sin hacer
demasiado ruido, cargándose toda la operación, eso lo sabían, pero correrían el
riesgo. Ludovico era demasiado bueno como para perderle por un jodido error y
él mejor que nadie, se encargaría de sí mismo y torturarse hasta el cansancio,
en su perfeccionismo enfermizo.
Lo que
siguió, a continuación, fue una sucesión interminable de disparos y por los
pelos, pudieron sacar de las garras de sus tres captores al agente inconsciente
y arrojarlo en la parte trasera de un viejo automóvil que les dejó en campo
abierto donde les recogió otro vehículo que era el destinado a extraerlos en
primer lugar, aunque hubieron de cambiar horarios y planes.
En el
estado deplorable en el que se hallaba Carbonell, era impensable subirlo a un
avión de línea. Pedir apoyo aéreo después del error, les expondría como país y
era mejor llevarlo y esconderlo en alguna casa segura.
Tuvieron
que cruzar la frontera, con el agente tapado por lonas y cubiertas de
automóvil.
En la
casa destinada a los imprevistos, le acostaron y consiguieron que el médico que
contrataban para casos así, alguien a quien le había sido retirada la matrícula
por mala praxis, se hiciera cargo del herido.
Le
dejaron con analgésicos, a través de una
guía endovenosa, asimismo, para hidratarle y pasarle antibióticos.
Katya se
pudo bañar, quitándose la sangre de él que tenía en el cuerpo y sobre la ropa.
Sabían
que posiblemente tuviera algún sangrado interno y al cabo de varias horas,
cuando ciertos valores, comenzaron a descender, se consideró la posibilidad que
habría que intervenir y explorar el sitio o los sitios por donde estaba
sangrando, antes que falleciera por hipovolemia y el shock. Pero, era
impracticable, sobre una mesa de cocina, sin anestesia ni controles vitales
permanentes. Un hospital sería el lugar indicado, pero, no podrían recurrir a
ese medio.
—Conozco
un veterinario que tiene una clínica — comentó el contacto. Va a salir bastante
dinero, pero tiene un quirófano en toda regla y trabaja rápido. Tiene equipos
de imágenes y es lo único que podemos tener en estos momentos. Si necesita
transfusiones, será un tema a considerar con alguien que pueda entrar a un
banco de sangre y será más dinero.
Decidieron
que así lo harían. Su estado no dejaba lugar a dudas. En cualquier momento
podría hacer un paro cardíaco y no podrían hacer demasiado.
Se pusieron
en marcha. Por momentos, recobraba la conciencia y había llamado a un tal Piero,
que los demás supusieron, sería algún conocido del servicio. Luego, volvió a
sumirse en la inconsciencia y no despertó hasta pasadas muchas horas después de
la intervención, en condiciones algo precarias, aunque el veterinario, contaba
con material esterilizado y equipos de alta gama, además de un quirófano que
poco habría de envidiarle a los destinados a los humanos. Los dueños de
caballos de carreras solicitaban sus servicios, y era un hombre sagaz, que
reinvertía en equipamiento y de vez en cuando, asumía algún riesgo, porque
sabía que dadas las condiciones, nadie reclamaría nada si sucedía lo peor.
En este
contexto, Ludovico fue explorado cerca de la madrugada. El médico veterinario,
descubrió el origen del sangrado, debido a la golpiza recibida y suturó los
vasos comprometidos.
Le
dejaron escondido en un cuarto que poseía en la parte trasera de la clínica que
usualmente lo destinaba a depósito de insumos.
Allí,
pasó una semana, y cuando recobró el conocimiento, cinco o seis horas después
de la anestesia, se mostró inquieto y confuso.
Hubo que
sedarle nuevamente. No podían permitir que los empleados oyeran ruidos
sospechosos.
Al cabo
de esa semana, estuvo en condiciones de levantarse y deambular por el cuarto
durante parte de la noche, así podía dormir de día sin hacer ruidos.
El
veterinario tenía las llaves en su poder y nadie entraba. Solo al amanecer para
llevarle el desayuno, y dejarle en libertad para que pudiera ir al baño y
ducharse.
Durante
la segunda semana, el contacto volvió trayendo una muda de ropa, Ludovico se
había afeitado y se le notaba pálido y demacrado.
A la
tercera semana, ya estuvo en condiciones de caminar erguido y volver solo en un
vuelo de línea. Katya ya había partido ni bien él salió del estado crítico y le
había precedido para reportarse con Russ Travison.
Esa
mañana estaba haciendo antesala para ser recibido por el jefe. Sabía la
andanada que le esperaba y estaba dispuesto a asumir su responsabilidad en lo
sucedido.
Cuando
Russ llegó, le hizo un gesto para que le siguiera a la oficina.
Se
desplomó en la silla enfrente del escritorio. Apenas quedaba algo del vigoroso
agente que llevaba a cabo las misiones del otro lado, sin errores en sus
antecedentes.
—Antes
que me digas nada —comenzó— asumo toda la responsabilidad por lo que sucedió,
dijo con voz débil.
—Eso lo
doy por descartado —afirmó Russ Travison con voz dura. Casi le ha costado la
vida a tu equipo, Carbonell y esto hay que repararlo.
—Lo sé.
Estoy dispuesto a renunciar, si es lo que has decidido. Así no le sirvo a
nadie, me refiero a la falta de preparación de la última misión, ya sabes lo
que pasó.
—En
realidad no —dijo el jefe. Solo tengo la versión de Katya y ella no sabe por
qué te hallaron en el estado en que estabas, así que allí entras tú, para echar
luz sobre el asunto.
—La
verdad, Russ, es que me contradije un par de veces. Fue muy notorio, y no pude
hacer nada para evitarlo. Había bebido la noche anterior. Mucho.
— ¿Y se
puede saber qué te llevó a hacer semejante imbecilidad?
—Había
estado salvando una vez más a Delfina Lestard y me lie a golpes con el dueño
del club donde ella había estado trabajando cuando no le quiso abonar el dinero
que le debía.
—
¿Sabías que trabaja en un tugurio así? La mirada fija del jefe le taladró. Creí
que estaba en tu casa, a salvo con el hijo del marido.
—En
realidad, se marchó y cuando la estuve buscando, la encontré en un agujero
lleno de traficantes, matones, gente peligrosa.
—Debiste
informarme —le recriminó.
—Sí,
pero no había terminado bien con ella, me comporté como un idiota, la humillé,
la insulté, maldije por tener que rescatarla una y otra vez. Después me llamó
para pedirme ayuda con el encargado del club, le obligué a pagarle lo que le
debía, le pedí disculpas por lo que había pasado y me largué.
—Pues,
ha desaparecido. Russ mantenía el rostro impávido y los ojos entrecerrados,
antes de lanzarle una estocada ¿Tuviste
sexo con ella?
—Sí, una
vez. Lo que dije, la humillé, la insulté, la traté peor que a una ramera y me
dejé llevar por la furia. No la dejaron trabajar esa noche porque estaba
magullada, mordida, arañada, la maltraté con una lujuria malsana para herirla,
lo mío fue una venganza, en realidad. Ya ves, jefe, soy una maldita basura.
—Bueno,
no puedo culparte del todo. Esa chica está loca por ti desde que tenía diez y
seis años y jamás le demostraste ni siquiera un buen trato.
—Le echo
la culpa a Ambrosio y ese ridículo compromiso que me hizo aceptar y perdí el
gusto por mi trabajo, la sentí como una carga y creo que, en cierto momento,
cuando se casó con Jerónimo, la odié. No voy a negarlo —suspiró, cansado.
—Ahora,
te toca volver a encontrarla, y ponerla a buen resguardo a ella y al niño.
Aprovecha el tiempo libre del que vas a disponer estos meses, para hallarla,
reubicarla y cuando creamos que estás libre de tantas emociones y que podrás
volver a tu trabajo de manera profesional, veremos. Te han estado por suspender
y Katya te salvó el trasero. Ya puedes agradecerle a esa mujer. Más leal que
una esposa de verdad.
Ludovico
sonrió triste. Su imprudencia, lo que le generaba Delfina Lestard había sido
inmanejable y le había llevado a hacer peligrar la vida de sus compañeros. Se
sentía cada vez peor.
Hubiera
preferido que Russ le exigiera la renuncia, le insultara y humillara, en vez de
mostrarse tan comprensivo. Él no era así. Katya, se notaba, había hablado a su
favor y seguro le había ablandado para que no fuera tan severo como lo hubiera
sido en condiciones normales. Además, su recuperación no estaba completa. Se
sentía fácilmente cansado, emocionalmente exhausto y estaba pensando seriamente
en ponerse en las manos de un terapeuta del servicio que le ayudara en este
trance, pero lo había descartado. No podía darse el lujo de exponer su debilidad
con nadie que no fuera Russ o Katya. Eran casi su familia.
Esa
noche, cenó con Katya. Hablaron hasta cerca de las tres de la mañana y ella se
marchó. Cuando Ludovico estaba con ese estado de ánimo, no había inyección que
le pusiera a salvo de los estragos de su conciencia y ella sabía, por
experiencia propia que haría lo que sentía que tenía necesidad de hacer, con
Russ o sin él.
—Sé que
no he estado muy brillante —él la miró con cariño y pesar.
Ella le
acarició la sien con el dorso de los dedos, como si se tratare de un niño que
hay que consolar. Apreciaba las canas que parecían haber brotado en sus sienes
a mayor velocidad en el último mes.
—Tómate
tu tiempo, Carbonell —le dijo ella. No pretendas salir a buscarla para arreglar
todo, porque no podrás con tu cuerpo así, maltrecho como estás.
—No sé
por dónde he de empezar a buscar a esa mujer —se lamentó él. No sé si rastrear
por las alcantarillas o los áticos de lujo. Ambas cosas, pueden irle bien —su
tono era amargo y resentido ¿Te he pedido perdón por la última misión?
—Solo
siete veces en esta última hora —sonrió ella, bebiendo su copa de vino.
Hicieron
lo único que les faltaba para dejar de ser la pareja de ficción, solo por una
noche. Hicieron el amor lentamente y con consideración y gentileza por parte de
él, con paciencia, por parte de ella. Sus movimientos seguían los pasos que iba
marcando el dolor de las recientes operaciones y no le exigió nada más que lo
que él quiso o pudo darle.
—Quédate
esta noche, Katya —susurró él algo adormilado.
—No,
arruinaríamos la pareja que hacemos —rió ella. Espero que pronto regreses para
representar nuestras farsas ante los malos —le dijo. Si hace falta, hablaré con
Russ y si te entregas un poco con el loquero, seguro que te dejarán regresar.
No estoy de acuerdo a ser la esposa de ningún otro. Ahora, son aficionados y
antes de ejecutar a alguien, dudan y eso me pone muy nerviosa.
Estaban
acostados uno al lado de la otra mirando el techo, conscientes del cuerpo de su
compañero, noche de confidencias, había propuesto ella, después de cenar.
—Comienzo
yo —Katya le miró divertida. Nuestro primer trabajo fue muy estresante ¿Sabes?
Acababas de llegar reasignado y no sabía cómo te desempeñarías. El primero es
el peor ¿No? Y te vi sacar las manos del bolsillo y acercarte a tomar la copa
que el tipo te alcanzaba, mirándole a los ojos. Eso que nos recomiendan, no
hacer jamás. Y cuando quise acordar, tomaste la copa, echaste el contenido en
el fregadero, la lavaste y la dejaste secando boca abajo. Lo siguiente que noté
es que tenías su cuello entre tus manos y con un brusco movimiento se lo
quebraste, sin dejar de clavarle los ojos. Le pusiste en el suelo casi
delicadamente, repasamos toda la escena y nos marchamos.
Sencillamente
no había visto tal sangre fría, te juro. Y en ese momento, supe, que había
encontrado la pareja ideal y… yo también hice algo que jamás debemos hacer… me
enamoré de ti, Ludovico Carbonell. Hace siete años. Días y noches de esperas,
sangre, traiciones, actuaciones y sabía que nada podía esperar de ti y eso
hacía de nosotros una pareja imbatible.
Él
suspiró y la abrazó un rato largo, besando su cabeza que olía a cítricos,
cerrando los ojos.
No podía
corresponderle con una frase similar. Le había hecho el amor con gentileza,
podría decirse, pero, en el fondo sabía que era un hecho de reparación por el
mal trabajo hecho, por temer que ella muriera por su culpa, el terror de
percibir apenas que ella le estaba salvando, cuando irrumpió para rescatarle.
Ahora, estaba en paz, o eso creía. Pero había agregado más dolor al interior de
Katya, porque no podía decir que le amaba. Sencillamente, no sería verdad y
entre ellos, jamás habría mentiras. Una vez que matas juntos, estás unido por
lealtad y secretos más fuertes y poderosos que el amor. Algo que con Delfina,
en cierto modo también tenía, al asesinar a Jerónimo, es como si estuviera en
sus manos, y sin embargo confiaba en ella, su silencio y su lealtad. A Delfina,
además, para su desgracia, la amaba, y sabía que así debía quedar, sin hablar
de eso, nunca.
—Tu
turno, te toca —le retó ella.
Él se
apoyó en un codo mirándola y ella, entonces, lo supo.
—Sabes
que no te amo, Katya, eso es así.
—Sí —ya
sé. Lo que dije hace un rato, no implica reciprocidad.
—No, ya
sé. Pero quiero disipar esperanzas, y hemos prometido decirnos la verdad
siempre, costara lo que costara. Sabes que pongo y he puesto mi vida en tus
manos y eso ni se discute. Pero, amor…
—Ya sé,
estás muerto por la hija de Ambrosio.
—Desde
que ella tenía diez y seis años, Katya. No soy un pervertido, así que jamás
toqué el tema. La vi la noche que la conocí y supe que estaba entrando en el
infierno en el que he vivido todos estos años. Quiero que me digas la verdad
¿Alguna vez el dolor se va?
—Nunca
—sentenció ella. Deberemos seguir con eso. No impedirá que sigamos trabajando,
una vez que superes aquello que te hizo emborracharte, ni que yo continúe
encarnando a la fiel esposa, o a la zorra que sea necesario, pero, ambos
sabemos que deberemos cargar con nuestro infierno particular, sin que nos
impida hacer bien nuestro trabajo.
A
continuación, él le describió la única noche que tuvo sexo con Delfina y en el
estado deplorable en el que quedó ella, y que fue, en definitiva, la causa de
la falla en su misión. La visión de su cuerpo lastimado, le paralizó y era lo
que debía superar, si tenía una oportunidad de regresar al servicio activo.
—Imagínate,
Katya. Látigos, en sus partes más sensibles, visibles o no, otros elementos que
dejaron marcas sanguinolentas en tobillos y muñecas, en el cuello, en su
interior, eso solo para que tengas idea del daño que quise infligirle.
— ¿Ella
se defendió?
—No,
para mi decepción, la maldita, me pedía más, que aumentara la intensidad del
daño que estaba produciéndole y eso, aumentaba mi excitación también, y no
podía pensar en detenerme. Y el momento en que debí culminar atendiendo a su
placer, me retiré, para dejarle así, hecha un guiñapo, humillado y anhelante.
Pero, había logrado que me suplicara que siguiera y allí me detuve. La dejé
simplemente y arrojándole un puñado de billetes para el niño, me marché. Me
comporté como un sádico, un ser abyecto que solo buscaba venganza.
—Fue
consensuado, Ludovico.
—Sí,
pero ella no esperaba el final, lo abrupto de él y mis motivos nos los había ni
siquiera adivinado. Ella, lo hacía por atracción, no sé, pero yo, por ira, por
venganza y necesidad de sentirme dueño, necesitaba sentir la sensación de
control correr con mi sangre.
—Eso
tendrás que verlo con el especialista ¿Te había pasado antes?
—Nunca
volví a hacer nada de eso, ni antes ni después. Lo peor, Katya, es que…
suspiró, jamás sentí nada parecido. Creo que podría haber culminado, matándola.
Eso es lo que me obsesiona.
Katya
guardó silencio. La mente humana, le merecía respeto y no se hubiera atrevido
nunca a interpretar el mecanismo, aparentemente retorcido que albergaba este
hombre en su interior.
Se había
marchado después de besarle en la cabeza y apretado el hombro, sin decir nada
más.
Al día
siguiente, Carbonell, instalado en la oficina de Russ, se declaraba vencido en
sus intentos de hallar a la hija de Ambrosio Lestard.
—Hablé
con la directora del colegio de Piero, la casera, alguna compañera del Golf Fox
y ya no tengo nada. Hasta Evelyn, se mostró desconcertada. Debemos dejar que
pase un tiempo. Tal vez, se comunique contigo si se encuentra en apuros…
—Acordamos
terminar con esto —Russ empleaba un tono enfático que no admitía réplica.
Además, te estás salteando al casi principal protagonista de la biografía de
Delfina.
—No te
sigo.
—Creo
que todavía tu cerebro no está trabajando a full, Carbonell. Piensa un poco.
—
¿Ambrosio?
—Exacto.
Si mal no recuerdo, tenía una cabaña de pesca en Escocia, cerca de Inverness.
—Tienes
razón, no estoy funcionando bien, últimamente —reconoció Carbonell,
levantándose penosamente de su asiento. Estaba costándole recuperarse del
intenso castigo recibido. Debía alegrarse, él que disfrutaba sufriendo y
haciendo sufrir como oficio.
Dejó
pasar un mes más aún para partir. Cinco meses, le parecía que era un momento
adecuado para iniciar el viaje. Recién ahora, había recuperado la masa muscular
que le caracterizaba y su aspecto recio y decidido. Por dentro… eso era otra
cosa. Estaba muerto y no intentaba que fuera distinto.
En su
todoterreno, partió lo más rápido que pudo y llegó en un par de días, casi sin
dormir. Preguntando aquí y allá, pudo, por fin, ubicar la cabaña de Ambrosio.
<<Delfina>>, rezaba el original cartel de la entrada.
Un niño
alto, estaba jugando con un perro enorme, parecido al que él tenía en su casa.
Piero. Había crecido en medio año como alguien que solo tiene que ocuparse de
crecer, comer y jugar.
Se
acercó a la entrada y el niño se detuvo, irguiéndose con cierta alarma pintada
en su rostro, de expresión algo madura para su edad.
Después
corrió a la casa gritando <<mamá>>. ´
Su voz,
algo transformada en una especie de falsete, que anunciaba un cambio en ella, ya
próximo, tuvo la virtud de reducir a un puño su estómago.
Delfina
abrió la puerta y se quedó petrificada en la pequeña galería de la casa. De
construcción rústica, se notaban recientes mejoras, lo que le permitió suponer
que ella disponía de dinero para reparar y mejorar la construcción. Había que
reconocer que Ambrosio, tampoco había podido dedicarse demasiado a mantenerla
en buen estado, como no lo había hecho con la mujer que se iba acercando,
cubierta con un saco grueso de lana. Atrás había quedado la adolescente de
estilo gótico y la sexy joven esposa del mafioso o la burda bailarina del club
Golf Fox.
Cuando
estuvo a un par de metros, se detuvo y seria, le observó, con expresión
desconfiada. Inconscientemente, cruzó el saco sobre su vientre, apretando los
brazos contra él.
¿Qué
demonios estaba escondiendo?
—La
observó con estupor ¿Estás embarazada?
— ¿Tú
que imaginas, Carbonell? ¿Acaso no hiciste un trabajo a conciencia la noche que
estuvimos juntos?
Le
franqueó la entrada que daba a un sendero pedregoso, en medio del páramo,
azotado por el viento. El invierno y las nevadas se acercaban. La vida sería
más difícil, en esas circunstancias.
Caminaron
lentamente hacia la casa. Piero, seguía parado al lado de la puerta,
sosteniendo al perrazo, con gesto adusto y el ceño fruncido. Seguro, ya sabría
la clase de tipo que él era y lo que había hecho.
Ya en el
interior, le hizo un gesto, indicándole un sofá y preparando café. Había una
estufa de hierro que irradiaba un agradable calor. No había un solo detalle que
no fuera de una practicidad absoluta. Sin ninguna clase de lujos, ambos, madre
e hijo, parecían haberse adaptado a su nueva vida.
—Tengo
que hablar, Delfina —susurró él. A solas, en lo posible.
—No
—ella fue rotunda. Ya no hay nada que puedas decir que Piero ignore acerca de
ti, de nosotros, de Russ, de su padre, de lo que haces. El niño, se mantenía en
penumbras, siempre sosteniendo al perro.
—De
acuerdo. Comenzó narrando la misión arruinada por su error, por la imagen que
se había apoderado de su pensamiento, su borrachera, las incoherencias de su
relato, los castigos corporales. No omitió nada. Ni el rescate de Katya, se
levantó la camiseta y enseñó las terribles cicatrices, para bajarla
rápidamente.
—Será un
eterno recordatorio de mi torpeza y mi conducta miserable, dijo, mientras sorbía su café.
— ¿Russ
te envió a buscarme?
—Sí.
Estoy fuera de órbita, hasta que me reincorporen, ya sabes, debo poner esto—se
señaló con el índice la cabeza— en manos de un especialista. Pero, todavía no
me decido. Me cuesta exponer mis asuntos delante de extraños, así pertenezcan
al servicio.
— ¿A qué
has venido, Ludovico?
—Estábamos
preocupados…
—Russ,
en todo caso —le corrigió ella. No quieras ahora cumplir como el buen soldado
que eres, con un deber inexistente en tu conciencia.
—Yo…
bueno, soy un hombre de acción, me cuesta exteriorizar ciertos sentimientos, de
los buenos, obvio. Estoy familiarizado con los otros, ya sabes.
—Sé
todo, y te conozco, como para reconocer, gracias a ti, la oscuridad cuando se
aproxima. No temas, puedes marcharte tranquilo. Nadie va a reclamarte nada que
hicimos de común acuerdo, señaló su abdomen, y dile a Russ que tengo un
trabajo. Un buen trabajo, en <<Jultae>>, una empresa de sistemas.
Hasta puedo trabajar desde casa, no me hace falta dinero y en cuanto a Piero,
está yendo al colegio de la aldea próxima y está conforme, haciendo amigos
nuevamente y <<Jerónimo>> dijo, dirigiendo su mirada al perro, se
encarga de nuestra seguridad. Algo temblorosa, sonrió.
Ludovico
reprimió el deseo de abrazarla. Se levantó para marcharse. Pero dándose la
vuelta le miró fijamente.
—Le daré
mi apellido —le dijo y no dejaré que les falte nada. Y…
—Te dije
que no quiero nada más de tu persona —sostuvo ella, en tono sosegado. Y menos
que mi hijo lleve tu apellido, vizconde. Te conozco, moverás cielo y tierra
para obtener su custodia, si con eso, sabes que vas a disfrutar dañándome.
—Parece
que en el pasado, solo he hecho las cosas mal para ti y no te he salvado en
varias ocasiones —se notaba irritado.
—Sí que
lo has hecho —intervino Piero— sus ojos relampagueaban. Mataste a mi papá, y
tengo que darte las gracias. Si no lo hacías tú, lo hubiera hecho yo.
Ambos
repararon que el niño se había acercado y se erguía, con el ceño fruncido. Le
impartió una orden seca al perro que se echó en un rincón, atento.
—Me
harté de verle golpear a mamá, y ella protegiéndome todo el tiempo para que
no lo hiciera conmigo también.
—
¡Piero, cállate! —le gritó ella. Él no tiene que ver con eso. Nunca lo ha
sabido. No lo hizo para defendernos, solo seguía órdenes, querido. Si le
hubiesen ordenado que nos…
Allí
Ludovico saltó hacia adelante y le tapó la boca con la suya.
—Cállate,
Delfina. No sabes nada, ni siquiera me conoces. O una parte, y nada más. No
tienes derecho a hablar sobre lo que hubiera hecho o dejado de hacer. La volvió
a besar, esta vez, suavemente. Le acarició la barriga, deteniéndose un rato.
—Cuando
esté listo, me refiero a mí, regresaré. No te obligaré a marcharte y no tienes
que volver a escapar. Estás en buenas manos, puedes estar orgullosa de Piero.
Solo pido algo de tiempo, prométeme que no vas a volver a huir.
—Nada te
obliga a regresar, Carbonell —le dijo ella, sosteniéndole la mirada. Eres un
hombre libre y seguirás siéndolo. Solo te pido, que nos dejes tranquilos.
—Cuando
regrese, no será por obligación, Delfina. Será porque quiero hacer las cosas
bien.
—Sin
errores —el sarcasmo en la voz de ella era notable. Como un buen soldado.
—No.
Tengo pensado renunciar al servicio. No puedo hacer mi trabajo si siempre estás
ocupando mi mente asociada a la culpa. Quiero que lo estés para todo, lo bueno y lo no tanto.
—No creo
que vaya a funcionar —ella no cejaba. No estás hecho para la vida doméstica.
— ¿Acaso
sabes para qué estoy hecho? Porque yo, no. No, del todo y necesito averiguarlo.
— ¿Qué
le informarás a Russ?
—Que has
partido con rumbo desconocido. Lo dijo sin dudar.
Delfina
no agregó una palabra y cerró la puerta detrás de sí.
Él había
dejado en manos de Piero su número de celular. Era algo entre ellos, le cerró
el puño alrededor del papel y lo mantuvo apretado unos segundos.
El niño
hizo un gesto afirmativo con su cabeza, antes de correr hacia adentro.
Carbonell,
se dirigió al pueblo más cercano, reservó una habitación en el hotel;
necesitaba dormir una noche entera en una cama. Llevaba dos días al volante y
quería una ducha, comida y ropa limpia.
A la
mañana siguiente, averiguó dónde se hallaba la empresa Jultae, propiedad de
Julius Servin, y pasó por la calle sin detenerse, rodeando el edificio de
grandes proporciones que sobresalía en una pequeña ciudad como esa.
Luego,
entró y se dirigió a la recepción. Eran poco más de las siete y, todavía, el personal no había llegado a trabajar. Por
internet había estado rastreando algunos datos que le impresionaron bastante
bien. Parecían ser lo que decían. De todos modos, ya lo averiguaría en el
servicio, sin decirle a Russ. Estaba yendo a trabajar, en tareas propias del
oficio, pero sin viajar ni solo o acompañado. Cualquier plan que efectuase,
sería sometido a un cuidadoso escrutiño para detectar errores, ahora más que
nunca, en el pasado. No tenía una diana en la espalda, como se decía en la
jerga, pero, había notado cierta reticencia en sus compañeros. Por eso, además,
eligió ese momento para ausentarse a Escocia. Su hijo nacería allí, se
sorprendió pensando. Jamás, en toda su maldita vida se había soñado en ese rol,
<<padre>>, <<hijo>> y mucho menos <<esposa>>,
eso ya era algo tan improbable o le imponía tanto terror, como volver al sitio
donde le habían sorprendido en contradicciones. Eso… sería una ligazón de por
vida… Aunque, pensaba, llevaba casi media vida vinculado a Delfina, con
altibajos, ausencias, separaciones, desavenencias, acercamientos, obligados o
no, esa había sido su existencia a lo largo del tiempo. Sexo ocasional con
amigas, mujeres seguras, fuertes, que no pedían nada que sugiriera compromiso
de ningún tipo y aceptaban gustosas lo que daban y recibían, sin llanto, reclamos
o nostalgia.
Ahora,
la idea que ella volviera a esfumarse, le dolía, otra clase de dolor, que se
sumaba al de saberla imposible, por distinta, por inestable, por impulsiva, por
impredecible…dudaba que un hijo propio, le dieran estabilidad o equilibrio,
Delfina, cargaría un porta bebés y saldría disparada para seguir un ansia
secreta que ni ella misma conocía hasta dónde era capaz de llevarle o, por el
contrario, se atrincheraría en la cabaña de Ambrosio, impidiéndole todo
contacto.
Tal vez,
él se enteraría que había sido padre, si Piero le avisaba. Por otra parte, era
algo deshonroso e impropio de un hombre de su educación, sus valores. Pero, no
quería que fuera ese, el único motivo por el que acudiera a su lado, por deber,
obligación, conciencia culpable. Eso no.
Creía
amar a la madre del niño, claro. Pero, había sabido estar sin ella todo este
tiempo, había sido testigo del sesgo que tomó su vida, estando a su lado solo
por orden de su superior o por llamado de ella. Nunca, que recordara, había
tenido iniciativa propia, e irrumpido, bueno, si descontaba esa noche…
Cuando
llegó a la ciudad, fue derecho a su casa. Se bañó, cenó afuera, y se acostó a
dormir pasada la medianoche.
Había
estado tocando algo al estilo de Max Richter, obviamente que ni la mitad de
bueno, se decía, pero le calmaba casi tanto como el whisky en soledad. No le
alcanzaba, por supuesto, ni le ayudaba a poner en orden tanto cabo suelto que
tenía en su mente, pero podía dormir sin pastillas.
Mantenía
a raya su conciencia, y no era poco decir. Pero llegó a una conclusión: antes,
solo los ramalazos de conciencia, los mordiscos del remordimiento tenían que
ver con su trabajo, las víctimas colaterales. Ahora a eso, se le sumaba lo que
estaba dejando de lado, como si no existiera. Recordó el odio de Delfina contra
las postergaciones de su padre, y a pesar que Ambrosio, seguía sus pasos de
lejos, no había podido ser suficiente para reemplazar a un padre presente en la
vida solitaria de su hija. Preocuparse desde lejos, no alcanzaba remotamente,
ni aún la asistencia económica. Eso podía hacerlo cualquier apoderado para tal
fin. Un padre, era otra cosa. Alguien con quien discutir y a quien esconderle
los novios furtivos. Pero, Delfina, no había tenido tal cosa. Solo dinero
suficiente y un padre que se declaraba impotente de antemano para poder con la
joven, sin haberlo intentado una vez, ya que la índole de su trabajo se
encargaba de acaparar toda su atención y sus desvelos.
Decidió
que él, no sería la réplica de Ambrosio. No le importaba si tenía que hacer el
esfuerzo, pero no quería ser odiado o recordado con frialdad como el tipo que
del otro extremo del mapa, les hacía llegar una asignación más que generosa,
para acallar culpas, mientras buscaba refugio en brazos del mismo tipo de
mujeres de siempre, sin compromisos ni preocupaciones. No iría a ver al
especialista ni en sueños. Había decidido plantear él el tipo de trabajo que
haría sin sentir que abandonaba el oficio al que amaba.
Russ
Travison, le observó con sorpresa.
— ¿La
has encontrado?
—Sigo en
eso —contestó evasivo.
— ¿Qué
sería <<eso>>? Esperaba impaciente, mientras se servía café.
—Vine a
plantearte que tengo pensado abandonar el campo —le dijo despacio. Tengo
suficiente experiencia y conocimiento de los lugares de cada enclave, de cualquier
país del este, que se te ocurra, así como contactos a montones que he ido
acumulando en estos años. Te propongo, ser un <<planificador>>.
Conozco al dedillo las internas de las bandas, la dinámica de funcionamiento
que tienen y la capacidad operativa con la que contamos, los colaboradores, los
pasos fronterizos, lo que quieras. Si no fuera así, Katya, en condiciones
normales, estaría detenida todavía, siendo interrogada y yo…ni hablemos.
Lo soltó
de un tirón.
—Me
llama la atención que te resignes a que tu última misión haya fracasado por tu
culpa y dejar así como así, en vez de despedirte, por todo lo alto.
—Al
contrario, me sentiré orgulloso de mi trabajo, si puedo cubrir de tal modo a
nuestros agentes que, por más torpezas que cometan, en principio, cuenten con
una red de protección, alternativas que nunca tuvimos con ella. Muchas veces,
hemos quedado librados a nuestra capacidad de improvisar y eso es muy
desgastante y se ha llevado la vida de muchos que no tenían que ver
directamente con nuestro objetivo.
—Suena
interesante y querría reflexionar al respecto—Russ asintió con la cabeza,
pensativo. En lo personal, pienso dos cosas: primero, que la has hallado y para
que deje de huir, te has alejado voluntariamente, porque lo que has visto, te
ha dejado tranquilo. Segundo: quieres estar cerca de ellos, para evitar futuros
desequilibrios y dejar de correr detrás y eso no se puede viajando
continuamente. En lo profesional, pienso que psicológicamente, has llegado al
final de tu vida útil como infiltrado y eso, lo sabes.
Ludovico
se quedó callado unos instantes y llegó a la conclusión que a Russ no podía
ocultarle casi nada. Le conocía demasiado.
—Está
esperando un hijo mío, Russ. Se quedó con los ojos fijos en el rostro del
veterano agente.
El otro
que paseaba de lado a lado de la oficina, se sentó, luego de servirse otra taza
de café.
—No
quieres ser otro Ambrosio —me imagino.
—Puede,
entre otras cosas.
— ¿Estás
seguro que no te mueve la culpa, la compasión, el exceso de responsabilidad y
esas cosas?
Iba al
hueso, como siempre.
—Sí,
todo eso, naturalmente, además de otras cosas que no me quedan claras aún, por
lo que me mantendré a suficiente distancia como para no engañarnos. No pretendo
jugar a la casita, Russ. Pero no quiero ser <<el hombre invisible>>.
Algo intermedio, después nadie sabe qué pasaría.
— ¿Le
reconocerás, me imagino?
—Ella no
lo quiere así. Tiene miedo que plantee la tenencia si hace un tipo de vida…
—
¿Aceptarás eso?
—No sé.
Creo que, al principio, respetaría lo que ella decidiera. Siento que tiene
mayor derecho, por ser quien la habrá llevado todo este tiempo en su interior
y…
—Esas
son bobadas. Sin tu participación, ella no estaría llevando nada o sería de
algún otro, en todo caso. Así que, algo que decir, tienes.
—Veré
qué hago, Russ. Ahora mismo, no quiero presiones. No voy a echarme sobre los
hombros, un peso que termine odiando por ser demasiado, cuando puedo hallar
algo intermedio. Un régimen de visitas, algo así.
—Es
buena idea. Al menos hasta ver cómo funcionan las cosas.
Asiente
y sale de la oficina, con una promesa por parte de Russ y alguna expectativa de
poder trasladarse cerca de Delfina.
Pero,
las cosas, vuelven a torcerse una vez más, cuando la que está en apuros, es
Katya, nada menos que entre los albaneses.
Su
relevo masculino, había cometido la torpeza de demorar demasiado, antes de
ultimar a un jefe de una organización mafiosa en expansión.
La
experiencia, dictaba que si uno iba a matar… mataba. No se andaba con rodeos.
Nada de diálogos cinematográficos, ni explicaciones, solo un tiro limpio,
certero sin mediar palabra, en el caso que se decantara por usar un arma de
fuego.
Esto,
parecía que era lo que había sucedido con el desafortunado agente que, como él,
había que extraer en mal estado. Pero, él iba por ella. El resto de otro equipo
se encargaría del principiante.
La mujer
estaba prácticamente sitiada en un hotel de mala muerte en un barrio periférico
de la ciudad.
Le había
costado lo suyo llegar hasta allí, sin el total convencimiento de Russ, que no
le creía listo, pero él se sentía no solo en deuda, sino en plena forma para
ejecutar a la banda entera, si fuera necesarios para salvar a su esposa de
ficción durante siete años.
Permanecieron
sentados en penumbras, esperando a que anocheciera, agazapados en un ático, a
la espera que llegaran más hombres. Su contacto, solo había suministrado un
viejo rifle de la guerra y la munición justa y un vehículo que pasaría a
medianoche, a partir de entonces, pasaría cada dos horas hasta el amanecer.
Luego, estarían librados a su suerte.
Ella
había sido sorprendida por Ludovico entrando por la ventana, reptando por una
cornisa endeble. Estaba echada en un camastro, a la espera de la caída del sol
y sin apoyo externo, resignada para descargar las últimas tres balas cuando se
abriera la puerta. En realidad, solo serían dos. La tercera, la reservaba para
su propia cabeza; ya sabía lo que sucedería si la pescaban viva.
Tendría
que volver a montarse todo de nuevo, mientras la malograda pareja salía de
escena y entraba alguna otra cara desconocida. Mientras, la trata de chicas que
iban y venían por las permeables fronteras, se incrementaba, con cada día que
pasaba.
Carbonell,
se recordó durante la espera, en una de las tantas escenas de rescate de
Delfina, la adolescente, cuando hubo de concurrir hasta la casa de Ambrosio, en
que ella, aprovechando que su padre estaba fuera, había organizado una fiesta
por todo lo alto y molestando al vecindario por la música a fondo. Así, que él,
hubo de acudir y echar a los chicos. Cuando se hubo marchado el último, ella la
emprendió a los gritos contra él que se dispuso a marcharse, sin decir una sola
palabra.
¿Qué
harás? Gritó en medio del silencioso vecindario ¿Darme unas nalgadas? Te
advierto que me gusta… Riendo, cerró la puerta.
Aturdido,
él, un hombre adulto, azorado y avergonzado por una chiquilla, de diez y seis años,
delante de los vecinos, que seguro, habían escuchado su voz, se metió en su
auto, furioso, temblando de ira. Pero además, comprobó con horror, que estaba
excitado. Se maldijo por eso. La odió y juró no poner un pie en esa casa nunca
más. No quería cruzarse con esa niña encerrada en el cuerpo de una mujer, tan
sensual como el pecado.
A la
espera de la hora del encuentro convenido, habían estado así, sin decir
palabra, cada cual abismado en lo propio, cuando la puerta se había abierto y
el hombre que saltó adentro, fue degollado limpiamente por un Carbonell
sosegado, y atento en evitar que el cuerpo sin vida cayese al suelo con
estrépito.
Estaba
ensangrentado en la cara, las manos y la ropa.
Katya,
se levantó y le ayudó a lavarse lo mejor que pudo en el inmundo baño del cuarto
aquel. Pronto, sin embargo, repararon que la sangre también manaba del costado
de su cuerpo. Había habido un amago de defensa, claro, por parte del mafioso
enemigo, pero no sintió nada. Solo ahora, descendidos los niveles de
adrenalina, un dolor pulsátil, ardoroso y terebrante por momentos, le sacudía
el costado.
—Evaluemos—le
susurró a Katya, levantándose el sweater oscuro y roto por la cuchillada.
El tajo,
si bien era profundo, no llegaba al celular profundo, pero necesitaría puntos
que nadie podría darle.
Otra
vez, a la calle, en ese estado no podría salir como si nada, embadurnado de
sangre como estaba.
Ella fue
hasta la cocina y estuvo revolviendo hasta encontrar unas tijeras y unos
repasadores manchados pero lavados en un cajón que redujo a tiras. Unos
diminutos sobres con un desinfectante en polvo que se apresuró a echar en la
herida y un apretado vendaje alrededor de la cintura, es todo lo que pudo hacer en ese momento.
—Busquemos
si han dejado algo de ropa por ahí, le recomendó él que sentía mareos y las
rodillas no le sostenían demasiado bien.
—Es raro
que no haya nada —dijo ella. Por lo general siempre nos dejan algo, suspiró.
Alumbró con la linterna el interior de un
viejo armario hasta dar con un pantalón de pana marrón algo gastado que le iban
bastante holgados, un saco de material parecido y nada más.
—Esto es
mejor que nada, dijo Carbonell, haciendo el esfuerzo de quitarse su ropa
manchada y embutirse en las otras.
—Me
llama la atención que no hayan enviado a alguien más, dijo ella. Miraba,
ansiosa a la puerta que había sido trabada como mejor pudieron.
—Fue
solo una avanzada. Dejarán el grueso, para cuando intenten extraernos, así
acaban con todos a la vez —razonó él. Por eso, hay que moverse, Katya. Estar en
el área, pero hay que salir de aquí…
La
puerta volvió a entreabrirse, cuando ambos se disponían a dejar el mal
ventilado lugar.
Al rato,
bajaron pegados a la pared de la escalera y salieron a la calle, helada y
desierta.
Él miró
el reloj. Sudaba por el dolor y sentía arcadas.
—Falta
una hora todavía para la primera vuelta —susurró.
Caminaron
un par de calles más por donde habría de pasar el vehículo extractor.
Intentarían detenerle antes de llegar al sitio donde habían sido sorprendidos.
No había
movimiento todavía, cuando faltaban diez minutos.
Luego, a
la distancia observaron un par de luces que ascendían por la callejuela.
— ¿Cómo
les reconoceremos?
Él negó
con la cabeza. Por la oscuridad y las luces del vehículo, recién podrían,
cuando lo tuvieran prácticamente encima, y sería casi imposible esquivar, en
ese momento la ráfaga de balas, si eran del bando contrario. Aunque suponía que
les querían vivos para que hablaran.
Sin
avisar, él cruzó corriendo la calle.
—Si
disparan o se bajan persiguiéndome, corre todo lo que puedas —le susurró, antes
de iniciar su movimiento.
Katya,
se quedó de piedra, pegada al resquicio de la puerta donde había permanecido
hasta ese momento y no tuvo tiempo de decir nada. Le vio, aterrorizada, cómo
saltaba delante del auto, pero este solo frenó y el contacto, milagrosamente se
bajó de un salto y le zambulló adentro, luego, se detuvieron ante ella e
hicieron otro tanto.
La
herida de él, se había vuelto a abrir y de ella manaba sangre a más y mejor.
Maldiciendo, Carbonell, se arrancó las vendas improvisadas y haciéndolas una
especie de tapón, las mantuvo apretadas contra el costado.
—Tenemos
a alguien más adelante para seguir hasta la frontera —dijo su contacto en mal inglés.
El que manejaba, no había abierto la boca y solo se concentraba en la
conducción del vetusto automóvil.
Les dio
agua para ambos y Carbonell, reparó que estaba sediento y comenzaba a tener
sueño.
—No te
duermas —le advirtió Katya. Su mirada de preocupación era evidente.
Tomó los
documentos de los dos.
—Tenemos
que aparentar normalidad, y en ese estado, solo vas a despertar sospechas.
—Déjame
dormir un rato —pidió él.
—No
—terció el contacto. Si pasa a la inconsciencia, no podremos despertarlo antes del
cruce. Aguante que falta poco.
Eso, se
lo venían diciendo hacía un buen par de horas y él ya no se sentía capaz de
seguir. Decidió que mantendría su mente despierta, pensando en su hijo. Si
salía vivo de allí, no solo no regresaría jamás, ni siquiera por Katya, sino
que se dedicaría a la familia que pudiera formar con la indomable e irreverente
Delfina y allí se hizo el negro en su mente y se desmayó.
Los
golpes en sus mejillas le sacaron de la inconsciencia.
—Ya casi
llegamos —le urgió Katya.
En el puesto
fronterizo, apenas les miraron. El dinero aprisionado entre las hojas de los
pasaportes, eran el mejor salvoconducto. Mucho dinero en los cuatro documentos,
equivalentes a varios sueldos de empleados mal dormidos y sobre todo, mal
pagos.
Como
sucediera en otras oportunidades, después de la ducha de agua casi helada,
hasta que se ponía a tiritar, con la piel azulada y el pelo oscuro tapándole la
frente, chorreando agua, le sometía al vigorizante masaje en su cuerpo desnudo
y aterido. Las horas posteriores a cada trabajo que no salía bien, eran
empleadas a fondo para ayudarle a recuperar la cordura que parecía escapar con
cada espiración culposa. De allí, la piadosa inyección que le sumergía en el
sueño hasta que podían traerlo a casa, despertarle y el psiquiatra se encargaba
de su vapuleada conciencia. Esta vez, con solo siete puntos en su costado.
Katya,
le miraba ahora, sentada a su lado, mientras fumaba sin parar. Ella también se
sentía algo culpable, cuando le alertó de la mujer, no llegó a detener su
trayectoria, solo a asistir en silencio, al tiro, que entre los ojos Ludovico
le dio, sin inmutarse. Era la compañera del otro que había ingresado armado con
el cuchillo y una pistola que no llegó a utilizar.
Pero, el
derrumbe posterior era inevitable, cuando la adrenalina, cesaba de circular.
Hacía un
mes que estaban escondidos, a la espera de estar en casa. Ser descubiertos,
sería el fin de las misiones que habían neutralizado a varios grupos mafiosos.
Unas
semanas después, Carbonell, se hallaba sentado en un bar frente a Sandra
Figueroa, la amiga que mejor conocía la vida de Delfina, desde la secundaria.
—Cuando teníamos esa edad, Delfina nos
eclipsaba a todas. A su lado, parecíamos chicas <<carpinteras>>,
planas como puertas y sin gracia. Jugaba con la mirada que despertaba en los
hombres, y nosotras, nos moríamos de la envidia. Los profesores retrocedían
ante su sola proximidad y su batir de pestañas, obteniendo notas más altas con
menor esfuerzo. Una zorra —concluyó, suspirando.
—A
Ambrosio, le mataron un tiempo después, y, supongo que tu amiga, continuó
viviendo con su tía.
Sí. El
último año de la preparatoria, terminó siendo expulsada, por volver a tener
sexo con un compañero en los baños, y se graduó en otra institución. Después le
perdí el rastro por un tiempo.
Detalles
más, detalles menos, él conocía esos traspiés de la chica.
—En el
interín, terminé mi entrenamiento en la academia y me enviaron en mis primeras
misiones en el exterior. Estuve tres años sin pisar el país —recordó Ludovico.
Para entonces,
se había operado en él, el cambio que vivir rodeado de peligro implica para
cualquier persona. Se deshumanizó paulatinamente, perdió el miedo, y la
hipervigilancia asumió el control, como la emoción predominante.
—Por ese
tiempo, se casó con el dueño del astillero— continuó Sandra. No tuvo suerte y
él murió en prisión por una estafa multimillonaria que le ha dejado en la ruina
o algo así. Carbonell, omitió aclarar que era quien le había dejado viuda a
Delfina.
—Eso lo
sé, porque fui incluido en su caso, apenas regresé. Pidió otro café. Sandra no
aceptó, a este paso detonaría.
—Luego,
alguien, gracias a las deudas de él, mientras estaba preso y vivo, balearon su
casa, y nos contrataron para su custodia—completó él. Ni bien la vi de nuevo,
la reconocí, aunque, poco quedaba de esa chica difícil, rebelde y desafiante
que recordaba. No puedo explicar qué fue reemplazado en ella. Tampoco entendía,
por qué la viuda de un vulgar estafador, iba a necesitar custodia especial,
pero, al parecer, el marido, había lavado dinero para la mafia y estaba
pidiendo un trato para ser incluido en un programa de protección a testigos,
que ahora se haría extensivo a ella o hasta encontrar una solución intermedia. Ese
había sido el pacto original, pero cuando él murió, nuestra misión de
protección fue desactivada. Pero para eso, ya había estado más de un mes junto
a Delfina cuidándola. Creo, que todo se resume al comportamiento de una
adolescente desvergonzada, acostumbrada a hacer lo que se le antojaba,
manipulando a cualquier adulto en un radio de tres metros, debatiéndose entre
extrañar y odiar a su padre, al mismo tiempo, supongo.
Él no era un experto en psicología, pero había
estado sometido en distintas terapias a lo largo de su extensa vida.
—Esto
nos trae hasta aquí —Sandra le miró, algo intrigada.
—Sí. Me
encontré con ella un par de veces más, por azar, en cercanías de su casa. Como
dije, su marido había muerto y ella, estaba buscando empleo. Le di un par de
contactos para que probara, pero halló algo que le gustó más, y para celebrar
su contrato, me invitó a cenar. Seguimos viéndonos, parecía sentirse a gusto
conmigo y yo, la verdad es que, a su lado, experimentaba cosas nuevas. Vivo
rodeado de lujos, Sandra. Mi familia es una de las más ricas y poderosas del
país y por mi parte, me he apartado de los negocios, al menos, mientras trabaje
para el gobierno, pero los dividendos anuales, incrementan mi patrimonio de
manera casi obscena cada año.
— ¿Y qué
le vincula con ella, teniendo, como dicen las revistas, a las mujeres más
bellas de la ciudad en cada evento en el que le fotografían?
—Hemos
pasado por un poco de todo, en cierto momento, quise convencerle que quería
conocerle de otra manera, algo diferente a las historias de mi pasado, pero,
para eso, teníamos que pasar, tiempo juntos. —No tengo un trabajo como los
demás, con horarios fijos, estoy siempre viajando, en fin que, lo más práctico
era que se mudase a casa. Dormiría en un cuarto cualquiera de los diez que hay
en mi casa, sin sexo, en esta etapa. Pareció aceptar de buena gana, y se mudó. En una semana nos
habremos visto tres veces. Nos cruzamos, a decir verdad, pero al menos podíamos
desayunar juntos o contar algo en algún momento entre mi llegada y mi salida.
Pero, en el curso de la semana, discutimos y se terminó marchando.
Él se
encogió de hombros, esperando que <<su versión>> de la historia con
Delfina Lestard, colara en la cabeza de su amiga. El hábito de mezclar mentiras
con semi verdades, fechas, torcer tiempo y espacio a su favor, formaba parte de
Carbonell. Por eso, la maraña que ahora aparentaba desenvolver para la mujer
que tenía enfrente, parecía surtir efecto, si al final lograba lo que se
proponía.
—No sé
qué decirle, están en un verdadero embrollo. No puede quitársela de su cabeza y
al mismo tiempo, sabe que no será posible que puedan estar bajo el mismo techo,
sin destruirse mutuamente.
—No sé
si puedo decir tanto ¿Cómo la convenzo que se deje llevar y traer, vivir con
holgura y rodeada de objetos caros?
— ¿No
estaba viviendo bajo su techo y no funcionó? Le diría que le dé tiempo para que
reflexione. No sé si pueda hacerlo, pero, no le gusta sentirse humillada.
Puso sus
ojos en blanco. Era un verdadero callejón sin salida.
—Entonces
¿Qué quería escuchar de mi boca? ¿Que ella me había confesado que le gusta?
Eso, no lo haría ni bajo amenaza. Aunque sí puedo contarle algo que sucedió
antes de ser expulsada. Una noche, salíamos de un bar adonde nos habíamos
encontrado con otros chicos y nos separamos para tomar un taxi y volver a casa.
Ella le nombró, estaba bastante ebria. Dijo que sabía que volverían a cruzarse,
hasta el final de sus días, pero que eso, jamás sería duradero. Nunca más
volvió a referirse a usted.
—Entiéndame,
no estoy acostumbrado a tratar con mujeres así. Hasta ahora, siempre han sido
fuertes, seguras de lo que querían, sin segundas intenciones, animadas por el
deseo de pasarla bien y nada más, en la primera y única cita. Sería la primera
vez que me acercaría a alguien con intenciones de conocerle, para luego, ver
qué sucede ¿Tan difícil es de entender? Aunque si como dice, está convencida
que ese será el destino de nuestra relación, poco puedo hacer al respecto.
—Bueno,
que yo sepa, nadie conoce el destino —Sandra hizo una mueca. Son suposiciones,
pero nadie sabe qué ha de suceder.
—No, para
nada —Ludovico coincidió. Pero, creo que comparto con ella esa sensación.
—Para mí, lo que dificulta todo, perdóneme que
lo diga así, es su asqueroso dinero y la clase de vida que hace. Todo
champagne, smokings, cruceros, viajes en jets privados, ropas de marca,
reuniones con billonarios, fiestas que son solo para hacer negocios, y un
trabajo que a nadie le queda claro muy bien qué es. No irá al cine, ni comerá
un domingo carne sobre la parrilla, con amigos o irá al pub por una cerveza
con más amigos, después de ir a ver una
película mala.
—Ya veo.
Inclinó la cabeza, admitiéndolo.
—Acéptelo
de una vez, Ludovico Carbonell, vizconde de no sé qué, su mundo es tan difícil
que colisione con el de ella, como que yo me mude a París.
—Bien,
ya lo he entendido y le agradezco por su tiempo.
Se retiró
hacia atrás en la silla, pagó ambos cafés y salió, después de apretarle
ligeramente un hombro.
La chica, no podía creer que su idiota amiga
tirara por la borda esta oportunidad de salir del agujero emocional que la
viudez con un mafioso le había dejado, impidiéndole hasta comer, y trabajando
por una miseria que le permitía pagar, apenas, la cuota del cuchitril que tenía
por piso.
Carbonell
había omitido darle detalles de su presencia en Escocia y mucho menos de su estado.
Después, recordó, otra vez, que Delfina, según su amiga, venía perturbando
hombres desde los catorce años, y le agregó a él, en su colección, su última
víctima.
En la
mente de él, una idea se abría paso desde la noche que el psiquiatra había reducido
la dosis de la medicación. Le dolía la vena por la que le habían administrado
la poderosa sedación y ahora la habían reemplazado por comprimidos, que irían
retirando, conforme se manifestara capaz de asumir el control de su vida. El
psiquiatra era de la opinión que cuanto antes volviera al servicio activo,
mejor sería. El mes de sanción disciplinaria, que todavía le faltaba cumplir,
tendría que esperar.
Una
mañana, Russ Travison, en persona, vino al refugio a comunicárselo.
—Ahora,
no abuses de tu buena suerte. Creo que no volverás a arruinarlo con tu
<<amiguita>>. Trata de mantenerte lejos de ella y deja que nosotros
le vigilemos.
— ¿Y qué
pasará con ella? La voz de tono frío e impersonal de Ludovico, contrastaba con
lo que realmente sentía. Se había comportado como un cretino vengativo y ahora
esa decisión, le pesaba.
Russ
sonrió.
—Podrás
instalarte cerca de ellos, como planteaste, pero seguirás trabajando como hasta
ahora. Después de todo, no serás ni el primero ni el último que tiene una
familia y un trabajo <<especial>>.
—Yo me
comporté como un cabrón, Russ. Desaté su furia, sabiendo que tiene mal carácter
y una pésima historia sobre sus hombros.
—Bueno,
amigo, ya es demasiado tarde. Deberías saberlo, a estas alturas.
—Déjame
hacerlo a mi manera —su voz sonaba sin inflexiones y de timbre casi metálico.
Puedo ser un buen planificador —insistió.
—Te lo
concedo, pero no lo jodas —la advertencia de Russ era algo más que un consejo.
Era algo ominoso que quedó flotando en el aire, aun cuando ya se hallaba esperando
el ascensor para ir hacia la cochera subterránea. Todavía sentía el cuerpo
entumecido y los cardenales y moretones ocasionados por el vigoroso masaje de
Katya en su cuerpo, estaba comenzando a aflorar. Se marcharía a Escocia.
Katya,
esa noche, se quedó hasta después de que el último empleado de su sector, se
hubiese marchado. Era viernes, y la premura por salir, los hacía indiferentes,
la cabeza ya enfocada en el ansiado fin de semana.
Allí
entró y febrilmente pulsó el botón del portón, que con un chirrido estremecedor
comenzó a elevarse.
Le
alcanzaron con treinta centímetros para salir rodando por la abertura, justo
cuando, por el rabillo del ojo, vio que el tipo volvía corriendo. Se arrojó
literalmente sobre lo que fuera que había del otro lado, y rebotó en la rampa
de cemento de acceso.
Se
enderezó enseguida, se trepó a la barandilla y se dejó caer al otro lado, los
tres metros que la separaban del suelo de tierra.
Sintió
un dolor en un hombro y pensó que se lo había dislocado. Era tan agudo el dolor
que se quedó un par de segundos sin resuello. Luego agachada, comenzó a correr
zigzagueando entre los arbustos que rodeaban el edificio, procurando tener la
cabeza lo más gacha posible, protegida por el gorro de lana negro que había
tenido la precaución de utilizar en todo momento.
Dobló la
esquina cuando escuchó el estridente sonido de la alarma. Corrió a toda
velocidad, ignorando el brazo, que colgaba, inerte a un costado de su cuerpo.
Siguió
corriendo por la ciudad vacía y fría, hasta que se incorporó, se metió en un
callejón, se despojó de su sweater de lana y quedándose en camisa y pantalones
de oficina, se quitó el gorro y surgió por el otro extremo del callejón. Caminó
unas diez cuadras, sin girarse, como si paseara. Pasó por un parque, se sentó un
rato y evaluó los daños.
El brazo
inutilizado, cada minuto dolía más, arrancó sus medias desgarradas, compuso su
cabello, palpó sus bolsillos y aparecieron algunos billetes. Así que se levantó
de su asiento y aguardó un taxi. Su reloj, marcaba las cuatro. Al final de la
calle, dobló un taxi y se detuvo cuando hizo el gesto. Le indicó la dirección y
se desplomó en el asiento.
Cerró
los ojos, pero el maldito dolor en el hombro, arreció en forma pulsátil.
Alguien debía acomodárselo y sin anestesia, temió. No podía ir a un hospital y
decir que le habían robado. La policía intervendría y allí acabaría todo.
Eso fue
lo que le decidió a cambiar de idea e indicarle al chofer un giro y volver para
dirigirse al otro extremo de la ciudad.
Al cabo
de media hora, el taxi se detuvo en la entrada y ella se apeó, después de
pagarle.
Caminó
por el sendero flanqueado por árboles centenarios, las estatuas escondidas, las
cámaras vigilantes, pero no le importaba.
Desde
adentro, seguramente ya estarían enterados de su llegada.
Tocó el
timbre del portal y cuando el anciano apenas arreglado, le abrió la puerta,
pidió hablar con el vizconde y se desmayó.
Despertó
en una cama ancha y con dosel. Hospital no era, reflexionó. No tenía olor a
tal.
A su
lado, en una butaca, las piernas desparramadas de cualquier forma, Ludovico
dormía, la cabeza inclinada sobre el pecho. Él no se hallaba en mejor forma que
ella. Lo vio levantarse y acercarse, haciendo un gesto de dolor, algo inclinado
para un costado. Parecía un anciano enfermo, por la forma de moverse. Haciendo
un esfuerzo le sonrió.
—Vaya
par —susurró él.
—Yo no…
ella cerró los ojos, no hice nada. No pude. Solo puse otro archivo dentro y si
todo va bien, aparecerán otros datos. Has perdido la ocasión de hacerte famoso
—bromeó. Sintió náuseas y se llevó la mano al hombro vendado.
—Al
doctor Spector, le costó reducirlo y acomodarlo. Ahora, descansa.
—Sé que
vas a matarme de todas formas —ella sonrió tristemente. Son tus órdenes. Pero,
quería que supieras, que podrás seguir viajando y haciendo lo que siempre has
hecho. En el archivo que robé, no figuran ni tu nombre ni tu foto. Eso te lo
debía. Han sido años de ser tu esposa de ficción y eso de ser doble agente, es
bastante desgastante, aprovecha y hazlo mientras duermo, porque tu doctor me ha
dado algo que…
Cayó en
un sueño comatoso del que no saldría.
Pero él
se hallaba en la central, había discutido con Russ durante una buena media
hora, y, en ese momento, con un equipo de informáticos, trataba de franquear el
equipo que albergaba el archivo robado. Ella le había facilitado todas las
contraseñas y cada una de las capas, que tendría que atravesar para llegar al
núcleo del programa rector. La idea de Ludovico era que ella, el topo, no era la única seleccionada para develar la
identidad de él y su grupo. Tal vez, de entrada había sido un señuelo y el
verdadero archivo ya se encontraba en otro equipo en cualquier parte del mundo.
De ser así, varios años de trabajo se perjudicarían y las demoras, pondrían en
peligro a muchos cientos de víctimas potenciales. Para ser sincero, había
comenzado a sospechar de ella en el último rescate que, el azar, le puso en
contacto con Katya. No era lógico que los enemigos ingresaran al refugio
abriendo la puerta y saltando adentro. Si lo habían hecho así, era porque
adentro, Katya esperaba su rescate. Algo en la actitud de ella, demasiado
expectante, algo nerviosa, le indicó que había cosas fuera de lugar. Sus
alertas, no le habían traicionado, después de todo.
—Carbonell,
incluía entre sus sospechas, hechos aislados, como aquellos en que una serie de
misiones bien planeadas, habían fracasado unas detrás de otras. Tenía que
haber, por fuerza, una pieza faltante muy cerca, siempre yendo un paso por
delante.
<<No
todo es lo que parece>>, pensó.
—Dime
por qué, un soldado leal, de repente se vuelve un traidor —le dijo a Russ. Me
han dejado ir y nadie me ha dado una explicación, en todo el maldito este.
Tenía señales de cansancio y, ahora, se veían las líneas de expresión de aquel
rostro impasible y atento.
—Ambrosio
fue quien diseñó el <<Operativo Pegasso>>, comenzó su jefe. Tú fuiste Pegasso, el primer
caballo, que fue introducido entre los dioses. Sería el portavoz de la muerte y
la justicia; la encarnación del mito. Una comisura se desvió con amargo desdén.
Aceptaste ser ese primer caballo, y por años, he logrado introducirte en
círculos prohibidos, bajo diferentes cuberturas. Identidades que te
relacionaban con traficante de armas, principalmente, precios tentadores y las
muestras que les dejabas, de inobjetable calidad. Pero, de un tiempo a esta
parte, las cosas, comenzaron a torcerse, se complicaban. La primera vez, hará
siete u ocho meses, nuestro contacto se equivocó y fue en mal momento, y el
objetivo estaba muy acompañado. Casi te matan y todo se habría ido al garete si
no hubieras liquidado a todos los que allí se encontraban. Los jefes, le
desplazaron a otro destino, y en la siguiente, casi mueres, cuando estaban
esperándote. Jamás hay que dejar cabos sueltos. Pero, te pusieron un niño como
de un siete u ocho años en el camino y no pudiste dispararle. Era pura sorpresa
y miedo, imagino. Te escurriste, en medio de la noche, después de abatir a
ambos padres y sus guardaespaldas. En total, siete personas. Al regresar,
estabas lleno de furia y propusiste romper a Pegasso, anularle, pero, me opuse
y el jefe y el jefe del jefe. Decidieron <<congelarte>> durante un
tiempo. Hasta que, un día, decidí acercarme a alguien que toda tu vida estuvo
cerca de ti, se dice amiga y confiesa amarte, supongo y le he escuchado comentarios
elogiosos de tu persona. Eso lo descubrí cuando todo se iniciaba y estaba dando
palos en la oscuridad. Pero, pude sospechar yo también que, bajo la cubierta de
la amiga siempre presente, había puesto unas <<cargas explosivas
>>. Por mi cuenta, he dispuesto
que la sigan, y poniendo un pendrive sobre la mesa, él se levantó, después de
anunciarle: <<cuando lo veas, avísame qué piensas>>.
Él lo
vio esa misma noche. Katya, imaginó que, con sus problemas con Delfina Lestard
y las heridas recibidas, no se había percatado de ello antes. No contó con que
él intentaría ayudarla a escapar. Estaba convencida que no iban a volver a
verse nunca más.
Y ahí
estaba, reunida con uno de los jefes del este. Una y otra vez, entrando y
saliendo de los clubes que regenteaban. Las piezas faltantes.
Intentó
averiguar qué sentía cuando ella murió, en su casa, adonde había ido a
refugiarse por última vez, y no encontró nada en su interior que le indicara
que había algo diferente a la decepción. Estaba dolido por la traición y el
engaño de ella, pero estaba más enojado aún, por su propia ceguera de no
haberla detectado antes. Siempre la había considerado una de los suyos, fuera
de toda cuestión y todo ese tiempo había estado pasando información para ambos
bandos. Suspiró cansado. Esto tardaría en cicatrizar, más que ninguna herida
que hubiera recibido antes. Solo dolía.
Pasó por
Sandra Figueroa una mañana bien temprano y partieron rumbo a Escocia.
Esperaba
que Piero no le hubiera fallado y que, en caso de querer irse, le hubiera avisado.
No tenía plan B.
Tendrían
mucho que hablar, si lograban encontrarse. Para ello, contaba con Sandra que
cubriría los huecos biográficos. Lo que no podría decirle, se lo callaría para
siempre, aquello de lo que se avergonzaba, pero eran cosas de su profesión, no
agregaría ni quitaría nada a lo que esperaba fuera su relación. Aun así, no
confiaba en sí mismo, no, todavía. Era un hombre roto, en muchos sentidos y
ella lo sabía, aunque no había mostrado indicios de entender eso. La imagen de
su padre, pesaba demasiado en sus ideas. Vivir con un tipo semejante, no era lo
que precisaba, por eso, él, tenía intenciones de cambiar eso, si le dejaba.
Tres
días después, se detenían frente a la cabaña de Ambrosio.
No había
nadie, así que por la hora, supusieron que, tanto Piero como Delfina, estarían
fuera en su escuela y trabajando, respectivamente.
Esperaron
en un bar cercano hasta la hora que consideraron que estarían ambos de regreso.
Por las dudas, él no había querido reservar en el hotel más de una sola noche,
por las dudas, tuvieran que regresar sin nada.
Pero,
las luces de la cabaña, estaban encendidas, para cuando llegaron.
Grande
fue la sorpresa de Delfina, cuando los vio de pie, junto a su puerta.
— ¡Has
vuelto! Gritó Piero, parándose al lado de Carbonell, que pasó un brazo
alrededor de sus hombros. El niño, alcanzaba esa altura y se erguía
enderezándose y sonriendo, confiado, aunque serio, clavaba sus ojos marrones en
su rostro impávido.
—He
tenido más problemas de los que esperaba —confesó Carbonell.
Sandra
abrazaba a Delfina, que le miraba sorprendida, con ojos húmedos.
—Ustedes
dos, afirmó Sandra, tendrán que hablar y nosotros —dijo, dirigiéndose a Piero—les
daremos tiempo ¿Te parece bien que demos una vuelta aunque esté un poco oscuro?
Él miró
a su madre, que asintió.
Luego de
andar un rato, en el que Piero le enseñó el lugar, Sandra, fue a sentarse al
auto con él y puso música y siguieron charlando.
Cuando,
el otro par se quedó a solas, ambos, se sintieron incómodos. Él no sabía por
dónde empezar, pero, le pareció adecuado, darle alguna idea de su inesperada
misión de rescate de su esposa de ficción, que, a la postre, había resultado
una doble agente, pero que había salvado su vida y luego muriendo en el
intento. Se ahorró la verdad que ningún bien le haría a su trayectoria.
Quiso
saber cómo se encontraba ella y a su turno, Ludovico, tuvo más cicatrices que
enseñarle de su colección. Le contó sobre su propuesta de trabajo a Russ y
después terminó de redondear con la idea final.
—Quiero
estar ahí cuando nazca el niño —afirmó. Estaré presente, ya lo he dicho. Así
que, pensé, en principio, alquilar alguna propiedad, para estar cerca, pero no
juntos. No quiero engañarme ni hacerlo contigo. No sé si esté listo algún día,
para convivir y prefiero hacerlo así, de
a poco.
—Iba a
proponerte otro tanto —le dijo ella, suavemente, sirviéndole café.
— ¿Para
cuándo crees que será el parto?
—En menos
de un mes, creo.
—Perfecto.
Eso me dará tiempo para encontrar alguna casa apropiada para que Piero pase
algún tiempo conmigo también, en tu presencia, claro. También, podrán pernoctar
en cuartos separados como si fuera un hotel y eso nos dará tiempo y espacio
para observar qué pasa. Tengo mucho por lo que ser disculpado, agregó.
—Por
empezar, cómo fue concebido —la voz de ella sonaba dura.
—Sí,
estoy completamente de acuerdo. Estoy roto de varias formas, en mi cabeza,
digo. Tal vez, haya por aquí, alguien que pueda ayudarme con eso. No había
tiempo para iniciar terapia con un especialista del servicio, antes que naciera
el bebé, por eso, lo postergué. Podré ver cómo cuento algo, sin comprometer la
seguridad, sabes.
—No creo
que sirva —afirmó ella. Luego que nazca el niño, te irás y te pondrás en manos
de uno de los de ustedes, en profundidad. Sacarás todo fuera, hasta volver a
armarte. Recién entonces, regresarás aquí. A la casa que rentes. —Prometo no
irme a ninguna parte. Pero, es mi última palabra. Verás qué haces con el tren
de vida que acostumbras a llevar, entre tus misiones, tu asqueroso dinero que
todo cree comprarlo, tus fiestas y tus mujeres. Si no estás dispuesto a pasar
de ello, puedes irte olvidando de volver. Una última cosa, el niño, llevará mi
apellido hasta que no me lo des a mí también. Eso, es definitivo. Te firmaré
todos los prenupciales que quieras. Si no, le dejas mi apellido que es bastante
para ser llevado y le visitas, si es que alguna vez sientes curiosidad y a
Piero también. Después de todo, es huérfano por tu culpa.
Adelantó
el mentón, resuelta.
— ¿Has
trabajado hasta ahora? Se asombró él, para aliviar la tensión reinante.
—Sí,
preferí hacerlo de esta manera, así después tengo más tiempo para estar con él.
Pero no he escuchado nada que indique que hayas escuchado algo de lo que dije
antes.
—Bueno,
si todo va bien aquí, me internaré en un hospital psiquiátrico, si hace falta.
La puerta
se abrió y un Piero radiante, con su cara roja, hizo su entrada sosteniendo un
animal muerto.
—Atrapé
la cena—anunció—levantando un conejo. Tenía un rifle escondido en un refugio de
caza y quiso mostrarle a Sandra sus habilidades como tirador.
Esa
noche, cenaron todos juntos y a medianoche, Sandra se quedó a dormir en lo de
su amiga, mientras que Carbonell, se dirigía al hotel, en busca de una
habitación.
Pensaba
quedarse un par de días, a más tardar, y regresaría con o sin Sandra, para
retornar el día del parto o como fuera. No tenía idea cómo serían esas
instancias.
Pero, la
niña, tenía otros planes cuando esa madrugada, Delfina Lestard, rompió bolsa.
La casa
fue un caos y Sandra llevó a su amiga al hospital, mientras avisaba a
Carbonell.
El
parto, fue laborioso y la bebé era bastante grande. Su madre quedó agotada,
pero tranquila cuando la colocaron sobre su pecho. Se había adelantado y le
hicieron varios controles, y aunque respiraba bien y sus estudios fueron normales,
prefirieron dejarla en observación, en una unidad especial de Neonatología.
Carbonell,
cuando vio a su hija, no sintió algo especial, ya que era un hombre
acostumbrado a esconder y reprimir sus sentimientos, de <<los
buenos>>, como él los llamaba. De todas formas, estuvo presente en el
parto y luego sostuvo a su pequeña hija que sintió liviana y frágil, así que,
ni bien pudo, la devolvió a los brazos de su madre.
Tres
días después, luego de instalar a madre e hija en su casa, en compañía de
Sandra, él volvió a partir y su amiga, lo haría también, ni bien Delfina se
sintiera repuesta como para quedarse nuevamente sola.
Acudieron
algunos amigos y compañeros de oficina que había hecho en ese tiempo,
conocieron al extraño padre, que rehuía algo avergonzado, el contacto humano,
tratando de disimular el solapado temor que les inspiraba aquel hombre rudo, de
mirada torva y de aspecto desconfiado que no alentaba el menor contacto humano,
aunque parecía haber establecido una muy buena relación con el hijo adoptivo de
Delfina.
En
realidad, poco o nada sabían de su existencia. Algo había deslizado ella sobre
sus frecuentes ausencias y observaban, no sin cierta sorpresa, la falta de
contacto que había entre la pareja.
Mantuvieron
poco trato durante un par de meses. Por Sandra, él se enteraba de los progresos
de la niña y había enviado una considerable suma de dinero para asegurar el
bienestar de toda la familia, que ahora parecía haber quedado casi por completo
a su cargo, si bien Delfina tenía sus beneficios, gracias al empleo que aún
conservaba.
Al cabo
del tercer mes, Carbonell apareció, para comenzar a instalarse en una casa que
había bastante cerca, en un barrio residencial.
Cuando
Delfina y los niños fueron, él se había esmerado en amoblarla para albergarlos.
El niño
estaba deslumbrado por el tamaño de la propiedad. Poseía varias habitaciones y
un enorme jardín.
—En
realidad, la he comprado—admitió. No sé cómo resultará esto, pero, de todos
modos es un sitio que tiene muy buen valor de re venta y…
Ella le
tendió a su hija dormida.
Por
primera vez, la sintió algo así como una pequeña persona, alguien con identidad
propia y que parecía habitar el mundo particular de los niños dormidos, cuando
son tan pequeños. Seria para dormir, premiaba a su madre con miradas profundas de sus ojos grises, fijos en
ella, cuando la amamantaba.
Él
respetaba esos momentos de privacidad, que le parecían casi religiosos y se iba
con Piero al comedor a al dormitorio del niño e intentaba ayudarle con la tarea
escolar. Sus movimientos, en ese sentido eran torpes y hubieran enternecido a
cualquier mujer que no fuera Delfina Lestard, quien estaba, emocionalmente,
mucho más allá de una simple y tierna sonrisa, si la situación hubiese sido
otra. Estaba asustada, preocupada, abrumada, por el enorme peso que suponía
haberse echado sobre los hombros en menos de dos años y extrañaba su vida libre
y despreocupada, la de la adolescente dark, que tan rápido había pasado, antes
de tropezarse con aquel <<ser oscuro>>, como aún llamaba a
Carbonell. Él era el verdadero <<dark>> en esa historia.
Pasados
tres meses, dejó de alimentar a la pequeña y pasó a las fórmulas que le dio el
pediatra. Se sentía mejor, habiendo vuelto a su trabajo, un par de meses atrás
y dejando su leche almacenada en botellas en el refrigerador.
Consiguió
una mujer de la ciudad, que estaba acostumbrada a cuidar niños pequeños y en la
casa, cuando estaban todos juntos, Carbonell, se las ingeniaba con ambos niños.
Estaba
en contacto con el terapeuta por Skype dos veces por semana, y no parecía
añorar nada.
De todas
maneras, en las últimas dos semanas, no podía evitar mirar a la mujer con la
expresión de alguien que tiene cosas pendientes.
Pensó
que podría invitarla a cenar, como en una cita, para tantear el terreno, pero
ella arguyó estar muy cansada y lo pospusieron para otra oportunidad.
Una
tarde soleada de domingo, ella salió con la niña en el cochecito a dar un paseo
por los alrededores y él pidió acompañarlos.
Hablaron
quedamente ya que Piero era de la partida y desde hacía algunos días, la pareja
había comenzado a cuchichear a sus espaldas.
Luego,
una noche, el niño los sorprendió besándose, y parecieron incómodos, al
sentirse sorprendidos.
Otra
noche, él se despertó porque su hermana había comenzado a llorar y Delfina
salió cubriéndose con una bata, del dormitorio de Carbonell.
Piero
rió por lo bajo. Esperaba que esos dos, pudieran con ello.
El día
del paseo, ellos iban ligeramente delante de él.
—Creo
que el tiempo ha mejorado y la primavera
llegó para quedarse —afirmó Delfina. Ahora Kendra, podrá tomar el sol algunos
minutos, porque es tan blanca…
—
¿Dijiste Kendra? Carbonell la miró serio, el ceño fruncido.
—Sí ¿Por
qué?
—Pensé
que me consultarías antes de ponerle a la hija de ambos, digo. La ironía se
desprendía de su voz.
—La
anoté con mi apellido, como te dije y me pareció natural elegir su nombre
¿Tienes algún problema con eso? Además ¿En este tiempo no se te ocurrió que
algún nombre tendría?
—Y… me
hubiera gustado que me preguntaras, aunque fuera por Skype, mientras estaba
cumpliendo las pautas de tratamiento que nos comprometimos y… en realidad…
pensaba que, como es tan pequeña y no entiende, no haría daño que aún no
tuviera nombre. Son cosas que pueden tomar su tiempo…
—Bueno,
vizconde, ahora ya está y es un hecho. Ella sonreía, con gesto travieso.
—Ese es
otro tema que debemos discutir, Delfina —le dijo él. Mi título es hereditario.
Cambiará cuando mi padre muera y el mío, pasará a mi hija pero, solo si tiene
mi apellido. Viene acompañado de ciertos privilegios y posesiones que no vienen
al caso ahora y habrá que discutir en su momento. Obviamente, si estamos vivos
en ese orden para eso.
—Bueno,
ahora que no andas matando gente por ahí, que estás yendo a hacer las compras y
cambias pañales… no tengo nada que objetar. Nunca te lo tomaste en serio eso
del título.
—No,
hasta ahora. Hay cosas que han cambiado, que han salido de adentro y otras que
jamás lo harán. Además, entre todo lo nuevo que hago… te faltó —afirmó él—la de
hacer sentir cosas a su madre que le debía y otras que no tanto. Le afirmó por
la cintura con brusquedad.
—Ah, es
verdad. Eso también.
Piero
elevó los ojos al cielo. La relación entre sus padres, había cambiado. Ahora,
salían de noche, dejándole con la mujer que cuidaba a Kendra, que no parecía
tener problemas con eso.
Otras
veces iban todos juntos a la ciudad, donde Carbonell parecía que tenía que dar
cuenta de ciertas cosas e impartir ciertos cursos presenciales a aspirantes a
agentes. Entonces, se quedaban en la gran casa de él, donde recordaba lo enorme
que le había parecido la primera vez que había ido con su madre y aún seguía
pareciéndole imponente.
Ambos,
hablaron de trasladarse en vacaciones y probar cómo sentaba la ciudad a los
niños. Si decidían mudarse nuevamente, él cambiaría a su antigua escuela y no
tenía problemas con eso, volvería a encontrarse con sus amigos y la perspectiva
le entusiasmaba.
Delfina
pidió el traslado a <<Jultae>> de Londres, y una tarde, Carbonell,
llegó con papeles para que ella firmara.
Piero
había entendido que se casarían pronto, que Kendra, cambiaría su apellido y que,
Carbonell, le había preguntado a él, si quería ser su hijo adoptivo. El chico,
no dudó un instante y Carbonell, sería en poco tiempo su nuevo apellido también.
Las
cosas pasaban como planeadas por una mente especial, no dando tiempo para
reflexionar demasiado, de lo bien que encajaba cada pieza de aquel
rompecabezas.
Carbonell
tenía su oficina, por fin, había recalado en un escritorio, y ya iba siendo
tiempo de terminar allí, se decía. Aunque, esporádicamente, hacía un viaje
<<de bautismo>> con algún agente destacado en el este, al que había
que orientar un poco. Pero, ahora, él permanecía al margen del operativo en sí.
Los
reencuentros con Delfina eran épicos, hasta donde él sintiera y ella, de a
poco, había ido perdiendo sus reticencias, y aprendido a confiar en él. No
recelaba tanto de la gente rica que frecuentaba su casa, ni de las mujeres que
buscaban con la mirada al ex soltero que ahora era su marido, y que parecía no
tener ojos más que para una siempre adolescente de mirada turbia y aspecto
terriblemente sexy que ahora, esperaba su segundo hijo.
Una
tarde, Kendra, recibió de regalo un pony, en su cumpleaños número dos. Estaba
radiante y en la propiedad de Carbonell, había sitio suficiente para colocarle
en un amplio cobertizo. Si las
autoridades, se ponían exigentes, ya se vería de trasladar al pequeño animal a
la cabaña del abuelo Ambrosio.
— ¿Cómo
le pondremos? Carbonell miró a Kendra, su réplica en miniatura femenina.
Pegasso.
La voz de la niña sonó clara y suave. Él me lo dijo, señaló al caballito.
Carbonell
tragó saliva, sonriendo apenas.