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Considerada la principal válvula de escape para las pasiones carnales, la prostitución se convirtió en la Edad Media en una verdadera institución social, aunque despertó dos sentimientos contradictorios. Por un lado, se consideraba pecaminoso y por ello condenable, pero, a la vez, se trataba de un fenómeno inevitable y como tal fue tolerado e incluso fomentado. Las autoridades urbanas tuvieron un doble motivo para permitir e incentivar la prostitución, ya que controlaban y regularizaban esta práctica y, también, conseguían unos notables ingresos para las arcas municipales: en el siglo XV, el cinco por ciento de los ingresos de los concejos procedía del arriendo de los burdeles, que solían ser propiedad de los municipios.
Los prostíbulos eran un verdadero centro social en muchas ciudades. Los había extensos, que ocupaban varias calles, como el de Florencia, o reducido a una o dos casas. Había algunos que eran oscuros y sórdidos, y otros, como el de Valencia, causaban admiración por la limpieza y la decoración. Por otra parte, quienes ejercían la prostitución no escaparon a las diferencias de clase de la sociedad de entonces: las cortesanas de palacios y ciudades, aunque no alcanzaran la honra y el poder que podía otorgarles el matrimonio, vivían en el lujo, eran admiradas y respetadas y, en muchos casos, eran el eje de conspiraciones. Las rameras de baja condición, en cambio, debía resignarse a vagar por los caminos o recluirse en algún prostíbulo, sin posibilidad de escapar de ese modo de vida.
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