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Según me habían dicho, las mujeres no debían tener relación con ningún aspecto del ritual "epena". No debían prepararlo, ni se les permitía inhalar el polvo alucinógeno. Ni siquiera era correcto que una mujer tocara el tubo de caña por el que soplaba el polvo, a menos que un hombre le pidiera específicamente que se lo alcanzara.
Para mi total asombro, una mañana vi a Ritimi inclinada sobre el hogar estudiando atentamente las semillas de epena, de color rojo oscuro, que se secaban sobre las brasas. Sin darme a entender que notaba mi presencia, procedió a frotar las semillas secas entre las palmas de sus manos sobre una gran hoja que contenía un montoncito de cenizas de corteza. Con la misma confianza y maestría con que había visto hacerlo a Etewa, escupía periódicamente sobre las semillas y las cenizas mientras las amasaba en una pasta uniforme y flexible.
Mientras extendía la harinosa mezcla sobre un fragmento de vasija calentado, Ritimi me miró y su sonrisa revelaba claramente cuánto le gustaba mi perplejidad.
- Huy, el epena será fuerte, dijo, volviendo a mirar la pasta alucinógena que explotaba en ruidosas bombas y burbujas sobre el trozo de barro cocido.
Con una piedra lisa, molió la masa, rápidamente seca, hasta que se convirtió en un polvo muy fino y uniforme, que incluía una capa de polvo del propio fragmento de vasija.
-Yo no sabía que las mujeres saben preparar el epena, comenté.
-Las mujeres pueden hacerlo todo, replicó Ritimi, depositando el polvo amarronado en un estrecho recipiente de bambú.
Esperé en vano que satisfaciera mi curiosidad y, finalmente, pregunté:
-¿Porqué lo estás preparando?
-Etewa sabe que yo preparo bien el epena, declaró con orgullo. Le gusta tener listo un poco siempre que regresa de una cacería.
Durante varios días no habíamos comido más que pescado. Como no tenía ganas de cazar, Etewa y un grupo de hombres hicieron un dique con el arroyuelo, colocando trozos aplastados de plantas de ayori-toto. El agua se puso blancuzca, como si fuera leche. Todo lo que las mujeres tenían que hacer era llenar sus cestas con los peces asfixiados que salían a la superficie. Pero a los iticoteris no les gustaba mucho el pescado, y pronto las mujeres y los niños empezaron a quejarse de la falta de carne. Habían pasado dos días desde que Etewa y sus amigos se internaran en la selva.
-¿Cómo sabes que Etewa volverá hoy ?, pregunté y antes de que Ritimi contestara, añadí rápidamente : ya sé, lo sientes en tus piernas.
-Sonriendo, Ritimi levantó el largo y estrecho tubo y sopló repetidamente.
-Lo estoy limpiando, dijo con un brillo travieso en los ojos.
-¿Has tomado epena alguna vez?
Ritimi se inclinó más para susurrar en mi oído:
-Sí, pero no me gustó. Me dió dolor de cabeza. Miró a su alrededor furtivamente, ¿quieres probar un poco?
-No quiero que me dé dolor de cabeza.
-Tal vez a ti no te pase igual.
Levantándose, puso tranquilamente el recipiente de bambú y la caña de un metro de largo en sus cesta.
-Vamos al río. Quiero asegurarme de que mezclé bien el epena.
Caminamos por la orilla a buena distancia de donde los iticoteris solían ir a bañarse o a recoger agua. Me acuclillé en el suelo frente a Ritimi, que con sumo cuidado empezó a introducir una pequeña cantidad de epena por un extremo de la caña. Con delicadeza, golpeaba el tubo con el índice, distribuyendo el polvo a lo largo de la caña. Sentí que me rodaban gotas de sudor por los costados. La única vez que me había drogado fueron cuando me sacaron tres muelas de juicio. Entonces me pregunté sino habría sido mejor soportar el dolor, en vez de sufrir las espantosas alucinaciones que me produjo la droga.
-Levanta un poco la cabeza, me aconsejó Ritimi, sosteniendo el delgado tubo delante de mí. ¿Ves la pequeña nuez de rasha que hay en la punta? Apriétala contra el agujero de tu nariz.
Asentí. Veía que la semilla de palma había sido fuertemente adherida con resina al extremo de la caña. Me aseguré de que el agujerito abierto en el fruto hueco estaba dentro de mi nariz. Recorrí con los dedos la frágil y tersa caña, a todo lo largo. Oí el ruido súbito del aire comprimido disparado a través del tubo. Lo solté cuando un penetrante dolor me perforó el cerebro.
-¡Se siente una cosa horrible!, me quejé, golpeando lo alto de mi cabeza con las palmas......
¿Porqué no tratas de disfrutarlo en vez de preocuparte tanto porque te cae un poco de baba sobre el ombligo?, dijo Ritimi, burlándose de mis torpes esfuerzos...Tenía náuseas y sentía los miembros extrañamente pesados...
Sentí cómo cada grano viajaba por mi conducto nasal, explotando en lo alto de mi cráneo...Volví la mirada al río, casi esperando que alguna criatura mítica emergiera de sus profundidades. Estaba segura que el agua intentaba atraparme....
-¿Porqué estás tomando epena?
La voz de Etewa era severa, pero sus ojos brillaban de diversión.
El epena de semillas es más fuerte que el que se hace de corteza.
Me caí hacia atrás, sujetándome la cabeza, que reverberaba con las carcajadas de Iramamowe y Etewa....Sentía como si los pies no tocaran el suelo..
-Baila, muchacha blanca, me incitó Iramamowe...
Fascinada por sus palabras, alargué los brazos y empecé a bailar con pequeños pasos saltarines, tal como había visto que hacían los hombres cuando estaban en un trance de epena.
Resonaba la canción para los hekuras (colibríes) ...y empecé a cantarla...
-No repitas su canción, suplicó Eteea. Iramamowe te dejará sorda...
-No lo haré, le aseguró Iramamowe. No estoy enfadado con ella. Ya sé que todavía no conoce nuestras costumbres....Tomando mi cara entre sus manos, me forzó a mirarlo a los ojos. -Veo a los hekuras bailar en sus pupilas.
A la luz del sol, los ojos de Iramamowe no eran oscuros, sino claros, del color de la miel.
-Yo también puedo ver los hekuras en tus ojos, le dije, estudiando las chispas amarillas que había en sus iris.
Su rostro resplandecía con una bondad que yo nunca había visto antes.
Traté de decirle que por fin había entendido por qué se llamaba Ojo de Jaguar, pero me desmayé sobre él.
Recuerdo vagamente que alguien me llevaba en sus brazos. En cuanto me encontré en mi hamaca, caí en un profundo sueño, del que no me desperté hasta el día siguiente.
De: Shabono. De: Florinda Donner.
La autora nació en Venezuela de padres alemanes. Tras licenciarse en Antropología centró sus investigaciones en el ámbito del curanderismo y la fenomenología de las prácticas curativas indígenas, tema fue que base de su tesis doctoral. Fue discípula de don Juan Matus y compañera de Carlos Castaneda, quienes la adiestraron en el arte de soñar.
Es autora de Soñar en el ensueño, El sueño de la bruja, libro en el que relata su iniciación al mundo de la brujería y las fuerzas psíquicas.
La historia, de la cual transcribimos un fragmento, transcurre en las profundidades de la selva amazónica, entre Venezuela y el norte de Brasil, donde vive un grupo de indios Yanomanas.
Lo que imaginaba una breve visita, se transformó en un viaje iniciático.