De mi mano, me voy llevando. Mirándome con la ternura con que se mira al niño propio, así me voy llevando por el camino de la atención plena. Atención de la que me aparto a diario. Ahora, en vez de irritarme e impacientarme, me entiendo, me espero a volver a estar atenta, atento. Acomodo mi postura y soy consciente de la respiración. Cuando paso revista de los cambios que hice en estos ocho años de atención plena, soy consciente que si bien he hecho algunos, este es solo un principio. También he de cuidar las palabras, las frases que salen, todavía, como latigazos. La indignación que a veces me sorprende, aunque ...¡como para no indignarse!. Admiro en otros la ecuanimidad. La capacidad de no permitir que las emociones interfieran con las conductas hacia el otro. No comparo, pero es un viejo hábito... el de espejarme en el otro. La comparación es nociva. Soy el niño propio, no otro.
¿Cómo no he de asistir después de ocho años a cursos para "principiantes"?. Siempre, estoy volviendo a empezar. Como la primera vez que me senté, que practiqué el Za-zen.
Cada vez que practico alguna respiración especial, o simple-mente soy consciente de ella; del aire que entra y del aire que sale por las fosas nasales. Cada día, empiezo por el "principio". Cada día es "este día". Con la frase del monje "hoy puedo morir": no sólo pensar, sostuvo, sentirlo también. Cada momento, después de esto, va a ser diferente y único, ya que, también puede ser el último. Sin querer, ya como hábito, prestando atención, prepararé el desayuno, concentrada, concentrado en lo que hago paso a paso, como si la vida me fuese en ello. Como la bailarina y equilibrista, que contradijo la propuesta de su maestra y compañera de acrobacia: "No, Maestra, mejor que cada una de nosotros cuide y atienda de sí misma".
"Será lo mejor si queremos caminar por el cable sin caernos".
"No olvidemos que abajo no hay red".