Cuando nos expulsaron del colegio secundario (cuarto año), por mala conducta, vimos una Directora presa de la furia, que sobaba nerviosamente un diario, con lo que sus manos fueron poniéndose negras de tinta. Lo único que repetía como posesa era: "¡Baje esos ojos!", "¡Baje esos ojos!". Inútil pretensión ya que habíamos llegado a su despacho después de muchos años de "carrera" en la travesura y el desafío, propios de la edad y de un desagrado hacia la institución desde el principio. No se iba a arreglar con una "bajada de ojos", que aliviara sus pretensiones de comprobar aflicción o arrepentimiento. Siempre conservamos en la memoria ese mágico instante donde nos echa, sin lograr detener el peso de nuestra mirada desafiante, que aún hoy nos hace sonreír con benevolencia.
Cuando somos niños, los padres, maestros, sacerdotes etc. se van encolumnando detrás nuestro con la finalidad de orientarnos, enseñarnos pautas de conducta, contenidos etc, entrenándonos, en fin , en el peor de los casos, para que seamos fieles reflejos de sí mismos y de los valores que cultivan; en el mejor de ellos, habrá quienes lo hagan respetando nuestro lugar en el mundo. Los valores así obtenidos, serán los que vamos a cultivar toda la vida, y que son los que permitirán que a través de la investigación y búsqueda, vayamos encontrando situaciones y personas afines nosotros mismos y nuestros intereses. Algunos, podremos experimentar que el haber sido fieles a nuestra esencia, fue, en definitiva lo que nos permitió sobrevivir y crecer con sensación de libertad, a pesar de los intentos en contrario. Otros ni siquiera podrán plantearse esto y habrá quienes hayan pacificado su interior, comprendiendo la limitación adulta.
El niño, a veces capta de los adultos, que lo único que los apacigua es detectar que él siente culpa. "Por fin, logramos instalarle la culpa" y así sienten que ese niño "ha aprendido". Tantas veces como obtengan una cabeza baja, una mirada de "apaleado", un puchero, sienten el triunfo que el sometimiento hace experimentar a los mediocres pero bien intencionados. Entrenado en adoptar la postura que sosiegue a sus mayores, el adecuado gesto de contrición, el niño los incoporará a su acervo gestual. En efecto, éstos se harán presentes, aún cuando ya no haya padres a la vista que recriminen y esperen impacientes su recompensa: el arrepentimiento. En su reemplazo, aparecerá la sensación conocida de agobio: la culpa. Sin ser conscientes, ellos, los padres, han invocado tantas veces la voz interior sancionadora del niño, apelando como un encantamiento, a la sombra del remordimiento y la culpa, que la respuesta automática, no se hace esperar, como el experimento de Pavlov.